Page 76 - El Misterio de Salem's Lot
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de arena y se acabó.
               —¿Qué dices? —repuso Ralphie, inquieto. La oscuridad ya era casi completa y el
           bosque parecía lleno de sombras fugitivas—. Salgamos de aquí.

               Empezaron a trepar por la ribera opuesta, aunque la pinocha les hacía resbalar. El
           chico de quien Danny había oído hablar era un muchacho de diez años llamado Jerry
           Kingfield.  Tal  vez  se  hubiera  hundido  en  las  arenas  movedizas,  chillando  y

           pataleando,  pero  si  había  ocurrido  así,  nadie  lo  oyó.  Simplemente,  seis  años  antes
           había  desaparecido  en  los  pantanos  mientras  pescaba.  Algunos  hablaron  de  arenas
           movedizas, otros dijeron que lo había matado un pervertido sexual. Gente así había

           en todas partes.
               —Dicen que su fantasma sigue rondando por estos bosques —anunció Danny, sin
           informar a su hermano que los pantanos quedaban casi cinco kilómetros hacia el sur.

               —No sigas, Danny —pidió Ralphie, nervioso—. En... en la oscuridad no.
               Los árboles crujían en torno de ellos. El grajeo del chotacabras se había acallado.

           Casi furtivamente, una rama restalló en alguna parte a sus espaldas. La luz del día
           había desaparecido casi del todo.
               —Y a veces —continuó Danny con voz espeluznante—, cuando algún pequeño
           idiota sale por la noche, aparece aleteando entre los árboles, con la cara podrida y

           cubierta de arenas movedizas...
               —Danny, por favor.

               En la voz de su hermanito había una súplica, y Danny se detuvo. Hasta él mismo
           había  terminado  por  asustarse.  Alrededor,  los  árboles  eran  oscuras  presencias
           abultadas  que  oscilaban  lentamente  impulsadas  por  el  viento  nocturno,  frotándose
           unos contra otros, crujiendo en las articulaciones.

               A la izquierda, otra rama se quebró.
               De pronto, Danny deseó haber ido por el camino.

               Otro crujido.
               —Danny, tengo miedo —susurró Ralphie.
               —No seas estúpido —le espetó su hermano—. Vamos.
               De nuevo echaron a andar, haciendo crujir las agujas de pino. Danny se dijo que

           no había oído ninguna rama que se quebrara. No se oía nada, a no ser sus propios
           pasos. La sangre le latía en las sienes y sentía las manos heladas. Cuenta los pasos, se

           dijo. Doscientos pasos más y estaremos en Jointner Avenue. Y a la vuelta tomaremos
           el camino, para que este idiota no tenga miedo. Dentro de un minuto veremos las
           luces de la calle y me sentiré un estúpido, pero qué bueno será sentirse un estúpido,

           así que... cuenta los pasos... Uno... dos... tres...
               Ralphie soltó un grito:
               —¡Lo veo! ¡Estoy viendo al fantasma! ¡Lo veo!

               El terror se incrustó en el pecho de Danny como un hierro al rojo. Parecía que la




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