Page 77 - El Misterio de Salem's Lot
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electricidad le subía por las piernas. Se habría vuelto para correr, pero Ralphie estaba
           aferrado a él.
               —¿Dónde? —susurró, olvidándose de que él mismo había inventado el fantasma

           —.  ¿Dónde?  —Y  atisbo  entre  los  árboles,  temeroso  de  lo  que  pudiera  ver  y  sin
           distinguir otra cosa que la oscuridad.
               —Ahora ha desaparecido... pero lo he visto... Los ojos. Le he visto los ojos. Oh,

           Danny... — balbuceaba.
               —No hay fantasmas, tonto. Vamos.
               Danny tomó de la mano a su hermano y reemprendieron la marcha. Las rodillas le

           temblaban. Ralphie se apretaba contra él hasta el punto de que casi le hacía salir del
           sendero.
               —Nos está vigilando —murmuró Ralphie.

               —Escucha, no voy a...
               —No, Danny, en serio. ¿Es que no lo sientes?

               Danny  se  detuvo.  Adelante,  en  el  camino,  sintió  efectivamente  algo  y  se  dio
           cuenta  de  que  ya  no  estaban  solos.  Una  gran  quietud  había  descendido  sobre  el
           bosque,  una  quietud  maligna.  Movidas  por  el  viento,  las  sombras  se  retorcían
           lánguidamente.

               Y Danny olfateaba algo salvaje, pero no con la nariz.
               No  había  fantasmas,  pero  había  pervertidos.  Venían  en  un  automóvil  negro  a

           ofrecerles caramelos a los chicos, o los esperaban en las esquinas, o... o les seguían al
           interior de los bosques...
               Y entonces...
               —Corre —dijo roncamente.

               Pero Ralphie temblaba junto a él, paralizado por el terror. Su mano aferraba el
           brazo de

               Danny. Sus ojos, que miraban hacia el bosque, empezaron a abrirse cada vez más.
               —¿Danny?
               Una rama se quebró.
               Al darse la vuelta, Danny vio qué era lo que miraba su hermano.

               La oscuridad los envolvió.



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               Mabel Werts era muy gorda, había llegado a los setenta y cuatro en su último
           cumpleaños y cada vez confiaba menos en sus piernas. Era una enciclopedia de la
           historia y las habladurías del pueblo, y su memoria abarcaba más de cinco decenios




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