Page 78 - El Misterio de Salem's Lot
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de necrología, adulterios, robos e insania. Aunque chismosa, no era deliberadamente
           cruel (por más que en esa apreciación no estuvieran de acuerdo aquellos cuya historia
           se había difundido gracias a ella); simplemente, vivía en el pueblo y para el pueblo.

           En cierto modo, Mabel era el pueblo. Viuda y obesa, en la actualidad salía muy poco
           y  pasaba  la  mayor  parte  del  tiempo  sentada  junto  a  la  ventana,  vestida  con  una
           camisola  de  seda  que  la  hacía  parecer  una  tienda  de  campaña,  con  el  pelo  de  un

           amarillento color marfil recogido en una corona de gruesas trenzas, el teléfono en la
           mano derecha y el par de prismáticos japoneses en la izquierda. La combinación de
           ambos  recursos  —amén  del  tiempo  para  usarlos—  la  convertían  en  una  benévola

           araña situada en el centro de una red de comunicaciones que se extendía desde el
           Bend  hasta  el  este  de  Salem.  A  falta  de  algo  mejor  que  hacer,  Mabel  se  había
           dedicado a vigilar la casa de los Marsten cuando se abrieron los postigos situados a la

           izquierda del porche, dejando ver un rectángulo de luz dorada que no era el terco
           resplandor  de  la  electricidad.  Apenas  si  había  tenido  una  fugaz  visión  de  lo  que

           podría  haber  sido  la  cabeza  y  los  hombros  de  un  hombre,  recortados  a  contraluz.
           Sintió un escalofrío.
               En la casa no se había visto más movimiento. ¿Qué clase de gente hay que ser,
           pensó  Mabel  Werts,  para  abrir  las  ventanas  únicamente  cuando  uno  ya  apenas  si

           puede verlos? Dejó los prismáticos sobre una mesita y levantó el teléfono. Dos voces
           —que Mabel no tardó en identificar como de Harriet Durham y Glynis Mayberry—

           comentaban que ese muchacho, Ryerson, había encontrado muerto al perro de Irwin
           Purinton.  Mabel  se  quedó  inmóvil,  respirando  por  la  boca,  para  que  no  fuese
           advertida su presencia en la línea.




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               El día temblaba al borde de la extinción. Las casas dormían en la oscuridad. En el
           centro  del  pueblo,  las  luces  de  la  ferretería,  de  las  Pompas  Fúnebres  y  del  Café

           Excellent  arrojaban  sobre  el  pavimento  un  débil  resplandor  eléctrico.  Había  quien
           seguía  despierto,  como  George  Boyer,  que  acababa  de  llegar  a  casa  después  de
           cumplir el turno de la tarde en el aserradero, o Win Purinton, que hacía solitarios,

           incapaz  de  dormir  al  pensar  en  su  perro,  cuya  muerte  lo  había  afectado  más
           profundamente que la de su mujer; pero, en general, todo el mundo dormía el sueño
           de los justos y los trabajadores.

               En  el  cementerio  de  Harmony  Hill,  una  sombría  figura  se  mantenía  inmóvil  y
           meditativa junto al portón, a la espera de que acabara el día. Cuando habló, la voz era
           suave y cultivada:




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