Page 147 - La máquina diferencial
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Mallory pasó una noche sudorosa y sin descanso. Despertó de un sueño confuso en el
que discutía sobre catastrofismo con el caballero de la tos, y escuchó unas insistentes
llamadas a la puerta.
—¡Un momento! —Sacó las piernas desnudas de la cama, bostezó un poco
mareado y se pasó la mano con cuidado por la nuca. El golpe había sangrado un poco
durante la noche y había dejado una mancha rosada en el almohadón, pero la
hinchazón había remitido y no parecía tener fiebre. Con toda probabilidad, aquello se
debía a las bondades terapéuticas del excelente licor de Oliphant.
Se puso una camisa de dormir sobre su sudorosa desnudez, se envolvió en una
bata y abrió la puerta. El conserje del palacio, un irlandés llamado Kelly, se
encontraba en el pasillo con un par de mujeres de la limpieza de expresión hosca.
Iban equipados con fregonas, cubos galvanizados, embudos de caucho negro y un
carrito atestado de frascos tapados.
—¿Qué hora es, Kelly?
—Las nueve, señor. —Kelly entró inspirando entre los dientes. Las mujeres lo
siguieron con el carrito. Unas chillonas etiquetas de papel declaraban que cada una de
las botellas de cerámica contenía «Desodorizador oxigenado patentado de Condy, un
galón imperial».
—¿Qué es todo esto?
—Manganato de sosa, señor, para ocuparnos de las cañerías del palacio. Tenemos
intención de echarlo en todos los aseos. Vamos a despejar todas las cañerías, hasta los
desagües principales.
Mallory se colocó la bata. Le daba vergüenza aparecer con los pies y los tobillos
desnudos ante las mujeres de la limpieza.
—Kelly, no servirá absolutamente para nada, aunque lo vierta por las cañerías
hasta el mismísimo infierno. Esto es el Londres metropolitano, y el calor del verano
es asqueroso. Hasta el Támesis apesta.
—Tengo que hacer algo, señor —replicó Kelly—. Nuestros huéspedes se están
quejando de la forma más vigorosa. Y no puedo decir que los culpe.
Las mujeres colocaron un embudo y vertieron una jarra de la decocción, que era
de un brillante color púrpura, por la taza del váter de Mallory. El desodorizador
emitía un intenso tufo a amoníaco, mucho más abominable a su modo que el hedor
constante de las habitaciones. Entre estornudos frotaron con gesto cansado la
porcelana, hasta que Kelly tiró de la cadena de la cisterna con un gesto magistral.
Luego se fueron y Mallory se vistió. Comprobó su cuaderno. Tenía la tarde
cuajada de compromisos, pero por la mañana solo aparecía una cita. Ya había
aprendido que la lentitud de Disraeli hacía conveniente dedicarle medio día. Con
suerte, quizá encontrase tiempo para llevar la chaqueta a la limpieza francesa, o para
hacer que un barbero le desenredara el pelo.
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