Page 150 - La máquina diferencial
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encima con toda viveza. Wyoming otra vez, una mañana en la que se había levantado
           de su cama de campaña y se había encontrado una serpiente de cascabel dormitando
           al calor de su cuerpo. Había sentido a la serpiente retorciéndose bajo su espalda en las

           profundidades del sueño, pero, adormilado, había hecho caso omiso de ella. Y allí
           tenía delante la perturbadora y escamosa prueba.
               Cogió  la  tarjeta  con  gesto  brusco  y  la  examinó  minuciosamente.  Celulosa

           alcanforada, humedecida con algo acre. Las diminutas letras de imprenta empezaban
           ya a desvanecerse, y el material se calentaba por momentos entre sus dedos. Lo dejó
           caer de inmediato y contuvo un grito de sorpresa. La tarjeta empezó a combarse sobre

           la mesa, y después a desmenuzarse en capas más finas que la piel más fina de una
           cebolla,  mientras  adquiría  un  desagradable  color  marrón  por  los  bordes.  Empezó
           entonces a elevarse un penacho de humo amarillento, y Mallory se dio cuenta de que

           aquello estaba a punto de estallar en llamas.
               Se apresuró a meter la mano en la cesta, sacó el último y grueso número de los

           Cuadernos  Trimestrales  de  la  Sociedad  Geológica  y  aplastó  con  rapidez  la  tarjeta.
           Esta se partió después de dos buenos golpes, tras lo que quedó convertida en una
           ruina deshilachada y encogida, mezclada en parte con el barniz ampollado del tablero
           de la mesa.

               Rasgó después el sobre de una petición, tiró el contenido sin leerlo y barrió la
           ceniza  hacia  su  interior  con  el  lomo  afilado  de  la  revista  geológica.  La  mesa  no

           parecía demasiado dañada.
               —¿Doctor Mallory...?
               El aludido levantó la vista con un sobresalto culpable y se encontró frente a frente
           con  un  extraño.  El  hombre,  un  londinense  alto  y  bien  afeitado,  vestido  con  gran

           sencillez y con un aspecto adusto y poco dado a la sonrisa, se encontraba al otro lado
           de su mesa, con unos periódicos y un cuaderno en una mano.

               —Un espécimen muy pobre —dijo Mallory embargado por un éxtasis repentino
           de  engañosa  improvisación—.  ¡Encurtido  en  alcanfor!  ¡Una  técnica  horrenda!  —
           Dobló el sobre y se lo metió en el bolsillo.
               El extraño le ofreció en silencio una tarjeta de visita.

               La  tarjeta  de  Ebenezer  Fraser  llevaba  su  nombre,  un  número  telegráfico  y  un
           pequeño sello de Estado repujado. Nada más. El reverso ofrecía un retrato punteado,

           con  la  mirada  de  pétrea  gravedad  que  parecía  ser  la  expresión  natural  de  aquel
           hombre.
               Mallory se levantó para ofrecerle la mano, y entonces se dio cuenta de tenía los

           dedos manchados de ácido. Entonces se inclinó, se sentó de inmediato y se limpió la
           mano con gesto furtivo en la pernera del pantalón. Sentía la piel del pulgar y el índice
           mustia, como si la hubiera metido en formaldehído.

               —Espero encontrarlo bien, señor —murmuró Fraser mientras se sentaba al otro




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