Page 155 - La máquina diferencial
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—El señor Oliphant me ha informado del tema.
—Lo dudo —gruñó Mallory—. Ha cerrado los ojos a lo peor de todo.
—Yo no soy un puñetero político —comentó Fraser con el mismo tono suave de
siempre—. ¿Nos vamos, señor?
Fuera del palacio, el cielo londinense era un dosel de calima amarilla.
Pendía sobre la ciudad con una grandiosidad lúgubre, como un rabihorcado
gelatinoso inmerso en una tormenta. Sus tentáculos, la suciedad sublevada de las
chimeneas de la ciudad, se retorcían y aflautaban muy lentamente como el humo de
una vela, y salpicaban el techo encapotado formado por una gran nube oscura. El sol
invisible arrojaba una luz ahogada y acuosa.
Mallory estudió la calle que lo rodeaba. Era una mañana londinense de verano
que la suntuosidad tétrica de la hollinosa luz ambarina había tornado extraña.
—Señor Fraser, entiendo que es usted un hombre nacido y criado en Londres. —
Sí, señor. —¿Ha visto alguna vez un tiempo como este? Fraser lo pensó mientras
miraba el cielo con los ojos entrecerrados. —No desde que era un muchacho, señor,
cuando las nubes de carbón eran
grandes. Pero los radicales construyeron chimeneas más altas. Hoy en día se
disipan hacia los condados. —Se detuvo unos instantes—. La mayor parte.
Mallory contempló fascinado las gruesas nubes. Deseó haber pasado más tiempo
estudiando las doctrinas de la Pneumodinámica. Aquella tapadera de nubes estáticas
exhibía una enfermiza carencia de turbulencia natural, como si la sistemática
dinámica de la atmósfera hubiera quedado de algún modo estancada. El fétido
subsuelo, el Támesis medio seco y espesado por desechos..., y ahora aquello.
—No parece que haga tanto calor como ayer —murmuró.
—La oscuridad, señor. En las calles se había formado una aglomeración que solo
Londres podía producir. Todos los omnibuses y cabriolés estaban tomados, y en cada
cruce había un atasco de armatostes y dogcarts cuyos conductores no dejaban de
proferir maldiciones mientras los caballos jadeaban por los negros ollares. Los
faetones de vapor pasaban resoplando con pereza, y muchos tiraban de vagones con
llantas de goma cargados de provisiones. Parecía que el éxodo veraniego de la alta
burguesía que abandonaba Londres se estaba convirtiendo en una desbandada
general. Mallory admitió que aquello no carecía de sentido.
Había un largo paseo hasta Fleet Street y su reunión con Disraeli. Le pareció que
lo mejor sería tomar el tren y soportar el hedor.
Pero la Hermandad Británica de Zapadores y Mineros se había puesto en huelga a
la entrada de la estación de Gloucester Road. Ya habían colocado piquetes y carteles
por la acera y estaban apilando sacos de arena, como un ejército de ocupación. Los
contemplaba una multitud tranquila que no parecía molesta por la osadía de los
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