Page 159 - La máquina diferencial
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Fraser miró a su alrededor por el parque oscuro. Observó los bancos curvados de
           teca  y  hierro  abarrotados  de  hombres  con  el  cuello  abierto,  de  mujeres  de  rostro
           colorado que se abanicaban, de hordas marchitas de niños de la ciudad con los ojos

           rojos, malhumorados por culpa de aquella viciada canícula.
               —Las duquesas, las condesas, a todas les quemaron sus elegantes mansiones en la
           Época de los Problemas. Esas damas radicales suyas quizá se den muchos aires, pero

           nadie las llama «grandes damas» de ese modo tan anticuado, a menos que se refieran
           a la mismísima reina o a nuestra supuesta reina de las máquinas.
               Pasó con cuidado por encima del cuerpecillo plumado de un estornino que yacía

           muerto  en  el  camino  de  gravilla,  con  las  alas  estiradas  y  las  patas  levantadas.
           Siguieron avanzando y tuvieron que sortear cada vez más pájaros muertos.
               —Quizá sea mejor que empiece por el principio, señor. Comience con el difunto

           señor Rudwick y todo ese asunto.
               —Muy bien. —Mallory se secó el sudor de la cara. Su pañuelo terminó manchado

           de  hollín—.  Soy  doctor  en  Paleontología.  De  lo  que  se  deduce  que  soy  un  buen
           hombre  del  partido.  Mi  familia  es  un  tanto  humilde,  pero  gracias  a  los  radicales
           obtuve un doctorado, con matrícula de honor. Apoyo con lealtad a mi Gobierno.
               —Continúe —dijo Fraser.

               —Pasé  dos  años  en  Suramérica  buscando  huesos  con  lord  Loudon,  pero  no
           destacaba como intelectual. Cuando me ofrecieron la oportunidad de dirigir mi propia

           expedición,  con  una  financiación  generosa,  la  aproveché.  Y  como  más  tarde  me
           enteré, eso mismo hizo el pobre Francis Rudwick, por razones similares.
               —Ambos  aceptaron  el  dinero  de  la  Comisión  de  Libre  Comercio  de  la  Real
           Sociedad.

               —No solo sus fondos, sino también sus órdenes, señor Fraser. Crucé con quince
           hombres  la  frontera  americana.  Desenterramos  huesos,  por  supuesto,  e  hicimos  un

           gran descubrimiento. Pero también traficamos con armas que les llevamos a los pieles
           rojas, para ayudarlos a mantener a raya a los yanquis. Trazamos las rutas que bajan
           desde el Canadá y detallamos la disposición del terreno con meticulosidad. Si algún
           día hay una guerra entre Gran Bretaña y América... —Mallory dejó morir la frase—.

           Bueno, ya hay una guerra de mil demonios en América, ¿no es así? Estamos con los
           confederados del sur en todo salvo el nombre.

               —¿Usted no tenía ni idea de que Rudwick podía correr peligro a causa de estas
           actividades secretas?
               —¿Peligro? Por supuesto que había peligro. Pero no en casa, en Inglaterra. Yo

           estaba en Wyoming cuando mataron a Rudwick aquí. No supe nada hasta que lo leí
           en  Canadá.  Para  mí  fue  un  golpe...  Mire,  tuve  amargas  peleas  con  Rudwick  por
           cuestiones teóricas y sabía que había ido a excavar a México, pero desconocía que él

           y yo compartíamos el mismo secreto. No sabía que Rudwick era un farol oscuro de la




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