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JESÚS — UN MAESTRO VERDADERAMENTE DEFINITIVO
Lección 20
«…a resurrección de condenación»
(Jn. 5:28-29)
Nuestro Señor Jesucristo es la personificación misma de todo lo que nosotros tan
desesperadamente necesitamos, y de todo lo que necesitamos ser. Necesitamos seguirlo e
imitarlo en todas las formas posibles, pues Él es Dios (Jn. 1:3), a imagen de Quien hemos sido
creados dos veces (Gén. 1:26, 27; 2 Cor. 5:17). Nunca cometió ni un solo pecado (Heb. 4:15; 1
Pe. 2:21-22). Él sigue siendo amoroso, lleno de gracia y misericordia, compasivo, perdonador y
manso. Fue capaz de poner a un lado la gloria que compartía con el Padre, antes que el mundo
fuese, y vaciarse totalmente a Sí mismo de las prerrogativas que eran suyas. Se hizo obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz. Debido a lo que estuvo dispuesto a hacer a nuestro favor, el
Padre lo exaltó hasta lo sumo y le dio un Nombre que es sobre todo nombre (Filp. 2:5-9). Cuando
se convirtió en nuestro sacrificio por el pecado y lo recibimos como Señor y Salvador, en
obediencia a su evangelio (2 Cor. 5:21; Hch. 2:36-41), llegó a ser nuestro Sumo Sacerdote. Como
tal, Él es santo, sin mancha ni pecado, separado de los pecadores, más alto que los cielos, y aún
vive para hacer intercesión por nosotros (Heb. 7:24-26). Tenemos un Sumo Sacerdote que puede
identificarse con nuestras necesidades, y que ansiosamente espera que le busquemos para
darnos gracia y misericordia (Heb. 4:14-16).
Debemos estar conscientes que Su sufrimiento por el pecado, y consecuente separación de Dios,
no fue una escena actuada ni una broma. Él clamó desde la cruz con una agonía de cuerpo y
alma: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Soportó el intenso
dolor de la cruz porque entendía la naturaleza atroz del pecado y los horrores del infierno.
Hablaba clara y frecuentemente acerca de estos asuntos, más que cualquier otro antes que Él.
No quería que pereciéramos, sino que alcanzáramos la vida eterna (Jn. 3:16). Él sabía que el
pecado separa para siempre al desobediente de Dios (Ro. 2:5, 8, 9; 2 Tes. 1:7-10).
Siendo cierto todo lo anterior, Él nunca dejó de advertir al hombre de las graves consecuencias
de rechazar el llamado de Dios a una vida de obediencia, gracia y bendición. Él pronunció ay tras
ay sobre los corazones endurecidos de aquella generación, y finalmente vendría en juicio para
Jerusalén y la nación con tribulaciones no conocidas por la humanidad (Mat. 24:1-35). Puso el
hacha romana a la raíz del árbol y lo derribó (Mat. 3:7-10). La verdad con respecto a cada faceta
de la naturaleza y voluntad de Dios eran de supremo valor para Cristo. Dijo a los hombres que
ellos podían ser Sus discípulos solamente si permanecían en Su palabra, y les garantizó que
podían, y debían, conocer la verdad que los haría libres (Jn. 8:31-36). Sería esa cognoscible
verdad de Dios la que traería a los hombres a Él (Jn. 6:44-45). Aquellos que vinieran a Dios
experimentarían una resurrección de la muerte espiritual y participarían de la resurrección para
vida en el día final (Jn. 6:44; 5:24-28). En Juan, capítulo cinco, se dirigió a aquellos judíos que
procuraban matarlo, porque, en sus mentes, ellos percibían que Él había quebrantado el día de
reposo y se había igualado a Dios (v. 18). Les indicó que aquellos que oyeran Su palabra y
creyeran en Él tendrían vida eterna y evitarían la condenación del pecado sino que pasarían de
muerte a vida (v. 24). Esta palabra, pronunciada con Su voz, podía darles vida espiritual ya que
el Padre había dado al Hijo, no solamente la autoridad para hacer juicio, sino para tener vida en
Sí mismo (vv. 25-27). Debido a cómo habló Jesús, ellos quedaron maravillados con sus palabras.
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