Page 101 - Tito - El martirio de los judíos
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                ME senté al lado de Josefo ben Matías al final del muelle del puerto de
                Cesarea.


                Estaba cabizbajo, con la barbilla pegada al pecho y el cuerpo encogido.
                Parecía un anciano cansado de mantenerse erguido. Se volvió hacia mí.
                Tenía el rostro macilento, la mirada insegura. Me quedé estupefacto. No
                reconocía al hombre orgulloso y seguro de sí con quien me había
                tratado desde mi llegada a Cesarea, tres días atrás.


                Fue Josefo quien me recibió en el palacio de Vespasiano.

                Los tribunos y centuriones que se apretujaban en la antecámara se
                apartaron para dejarlo pasar.

                Me sorprendió la deferencia con que lo saludaban. Ese hombre había
                luchado contra ellos, resistido durante semanas, escaldado a sus
                soldados. Era su prisionero y, sin embargo, caminaba entre ellos con
                majestad.

                Tras él iban unos esclavos acarreando las largas cadenas que le seguían
                apresando las muñecas y los tobillos. Pero nadie se fijaba en esas
                ataduras, que exhibía como si de un adorno se tratase.

                Se detuvo ante mí, cruzó los brazos y esperó un momento para que los
                testigos de nuestro encuentro tuvieran tiempo de acercarse y de oír
                nuestras palabras.


                Me saludó alzando levemente la palma de la mano.

                —Llegas de Egipto, Sereno. Me han dicho —sonrió con suficiencia— que
                te has entrevistado con el prefecto Tiberio Alejandro. Sé que los
                soldados de su legión se niegan a reconocer la autoridad de Vitelio. ¿Me
                lo confirmas? Tiberio hará que las cohortes aclamen el nombre de
                Vespasiano el primero de julio. Eso es lo que me han contado esta
                misma mañana.


                Miró a su alrededor y me irritaron el tono de su voz, su suficiencia y su
                pretensión.


                —Puesto que sabes —repliqué—, no es necesario que preguntes ni que te
                conteste.

                Fingió no haberme oído.







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