Page 105 - Tito - El martirio de los judíos
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Josefo ben Matías enseñó sus muñecas a Vespasiano, con las palmas
                bien abiertas.

                —¿Puedo llevar el apellido del emperador, ya que te debo la vida y la
                libertad? — preguntó.


                —¡Te saludo, Flavio Josefo! —contestó Vespasiano.

                Seguí a Josefo mientras atravesaba las salas del palacio. Allí, los
                soldados se codeaban con los notables y los más ricos de la ciudad.


                Me extrañó que Josefo se alejara de ese modo en vez de permanecer al
                lado de Vespasiano y de Tito, de Berenice y de Agripa.

                Vi cómo se eclipsó aprovechando la llegada de Muciano, gobernador de
                Siria, rodeado por sus centuriones, para anunciar a Vespasiano que
                todas las cohortes y todas las ciudades de su provincia habían prestado
                juramento al nuevo emperador, y que él, Muciano, estaba dispuesto a
                tomar el mando de las tropas e ir a Italia para expulsar de Roma a
                Vitelio y a sus soldados.

                Nadie pareció haberse percatado de la salida de Josefo.


                Éste cruzó la ciudad recorrida por cortejos de soldados que aclamaban
                el nombre de Vespasiano. Lo interpelaron, rodearon, amenazaron,
                insultaron: «¡Tú eres un judío!», le gritaban. Unos centuriones lo
                protegieron, repeliendo a los soldados. Los oí aconsejar a Josefa que
                regresara al palacio. Las calles de Cesarea no eran seguras para un
                judío, añadieron.

                Pero Josefo prosiguió su camino hasta el puerto.


                Los muelles estaban desiertos. Algunos soldados custodiaban los
                trirremes que, al día siguiente, llevarían a Alejandría a Vespasiano, Tito,
                Berenice y Agripa. Josefo también debía hacer ese viaje, y yo pensaba
                acompañarlos.


                Aquel que se quedara con el granero del Nilo se quedaría con Roma.
                Vespasiano lo sabía.

                Josefo se adentró en el muelle y se sentó en su extremo, frente al mar
                liso como un espejo.


                En él se reflejaba el cielo constelado y se estrellaba con brillantes
                destellos la luz densa y pétrea de la noche.


                Me senté junto a Josefo, y la tristeza de su mirada me extrañó a la vez
                que emocionó.







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