Page 106 - Tito - El martirio de los judíos
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—El salvador ha venido de Judea tal como tu dios había anunciado y tú
                habías predicho —musité—. Tú, el vencido, has elegido a quien querías
                por vencedor. Ahora eres Flavio Josefo, protegido del emperador. ¡El
                triunfo es tuyo!


                Señalé el mar desnudo. A nuestras espaldas quedaban la ciudad y sus
                palacios, sus antorchas, sus rumores y sus fiestas. La brisa marina los
                repelía, dejándonos sólo los débiles y regulares sonidos de la resaca.


                —Llevo tres días observándote —proseguí—. Te he visto seguro de ti
                mismo como un soberano, como un hombre libre y no como un preso
                temeroso por su vida. Y ahora te encuentro aquí solo, demacrado, como
                si te embargara la desesperación, como si te estuvieses planteando
                arrojarte sobre esas rocas.

                —¿Sabes que en Jerusalén los zelotes y los sicarios han apresado a mi
                padre y a los miembros de mi familia? Dicen que he traicionado a mi
                pueblo. Y eso es lo que se creerá hasta el final de los tiempos.


                No contesté.

                Yo mismo llegué a pensar que, en un principio, Josefo había optado por
                sobrevivir y evitar a toda costa caer en manos de los verdugos de
                Nerón.

                —¿Crees que no sé que muchos romanos, y puede que tú también,
                Sereno, han compartido la opinión de los zelotes? Me adulan, se inclinan
                ante mí porque Vespasiano y Tito me protegen.


                Ahora eres Flavio Josefo.

                Se encogió de hombros.


                —El apellido de la familia imperial será mi escudo, no se atreverán a
                tocarme mientras reinen los Flavio. ¿Pero has visto y oído a los soldados
                por las calles de Cesarea? Para ellos, para los griegos, sólo soy un judío,
                y para colmo, traidor a su pueblo. A éste lo desprecian, pero a mí me
                desprecian todavía más.

                —Regresemos —dije—. Mañana embarcamos al amanecer.


                Vaciló. Le tendí la mano para ayudarlo a levantarse.


                Mantuvo su mano en la mía y permanecimos así, de pie, frente al mar.

                —No quiero que mi pueblo desaparezca —dijo—, que caiga en el olvido
                la fe en nuestro Dios, que no se vuelva a saber nada de nuestra historia,
                la más grande entre las de todas las tribus humanas. Conozco a los
                romanos, masacran a todos aquellos que se les resisten. Convertirán
                nuestras ciudades en pedregales. Destruirán nuestro Templo y nuestra




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