Page 111 - Tito - El martirio de los judíos
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Me mezclé entre el gentío.


                La víspera vi a Flavio Sabino.

                Me afirmó que Vitelio se acababa de enterar de la derrota de sus tropas
                y de la entrada en Cremona de los soldados de Vespasiano, que habían
                saqueado la ciudad, matando a todos sus habitantes y a los mercaderes
                extranjeros que se encontraban en ella. Había abdicado de inmediato,
                aceptado el trato propuesto por Vespasiano y recibido los cien mil
                sestercios a cambio de salvar la vida.


                Decidió festejar u olvidar su abdicación con un banquete gigantesco,
                tras el cual saldría de la ciudad junto con su cocinero y su panadero.


                Dudé de la palabra de Vitelio.

                Sólo la muerte, por el puñal o el veneno, separan a los emperadores de
                su trono.


                Me despedí de Flavio Sabino aconsejándole que fuera prudente,
                sugiriéndole que se retirara con sus guardias y con Domiciano fuera de
                Roma, que esperaran allí a las tropas victoriosas de Antonio Primo y de
                Muciano.


                Y ahora estaba viendo las llamas arrasar el templo de Júpiter; el brasero
                iluminaba todo el Capitolio, alrededor del cual la muchedumbre se
                apretujaba. Veía a los soldados de Vitelio rodear el edificio, alimentar el
                incendio, echando en él troncos de árboles, paja, gritando que Flavio
                Sabino, sus guardias y el hijo de Vespasiano, quienes se habían
                refugiado dentro, iban a achicharrarse como traidores en una hoguera,
                y que así quedarían vengados los muertos de Cremona.


                Y la plebe seguía aclamando el nombre de Vitelio.

                Me alejé. Crucé uno de los puentes del Tíber. Me arrodillé por vez
                primera ante el altar levantado en el sótano de Toranio para celebrar a
                Cristo, aquel dios nuevo, el del sufrimiento y la humildad.


                Pasaron las horas, y nuevos gritos me volvieron a sacar de aquel lugar
                sombrío donde hallaba la paz.


                La multitud corría hacia el Foro, y la seguí hasta allí.


                Las tropas de Antonio Primo acababan de entrar en Roma. Unos
                soldados habían descubierto a Vitelio, maquillado, vestido con harapos,
                borracho y ahíto, oculto en la portería de alguno de los palacios
                imperiales.


                Lo vi, como ya había visto a tantos poderosos, humillado y luego
                muerto.




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