Page 112 - Tito - El martirio de los judíos
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La plebe, que lo había estado aclamando unas horas antes, ahora lo
insultaba, le escupía en la cara, le arrancaba la ropa y, luego, la piel a
tiras.
Un soldado le empujaba la cabeza hacia atrás, y entonces pude ver el
rostro enrojecido y los ojos desorbitados de Vitelio.
Otro soldado amenazaba con un puñal bajo la barbilla al derrocado
tirano, obligándolo a mantener la cabeza erguida si no quería
degollarse.
Lo golpeaban. Lo acusaban de ser un incendiario; por orden suya había
ardido el templo de Júpiter; muerto el prefecto de la ciudad, ahora la
plebe gritaba «¡Viva el emperador Vespasiano!», y aclamaba a
Domiciano, que había conseguido zafarse del incendio.
Se mofaban del vientre de Vitelio y de su cara abotagada. Lo molían a
puñetazos y a patadas.
Ese hombre, al que los puñales y las uñas empezaban a hacer poco a
poco trizas para que su agonía fuera más larga, su sufrimiento más
intenso, era el mismo que había sido aclamado la víspera por esa plebe
que ahora lo estaba mutilando.
Vi caer aquel cuerpo de vientre deforme, y no eran perros los que lo
estaban despedazando, sino hombres.
Luego lo arrastraron de un gancho hasta el Tíbet
Tras los soldados de Antonio Primo se desplegaron por la ciudad los de
Vespasiano, el salvador venido de Judea.
Mataron. Los cadáveres de los partidarios de Vitelio se fueron
amontonando en el Foro, por las calles, y hasta los perros los acabaron
desdeñando, dejando de olisquear esa carne de la que se habían
atiborrado.
Fui a ver a Domiciano. Hablé con Antonio Primo.
Les pedí que detuvieran aquella matanza.
Primo negó con la cabeza: la venganza es parte del botín que se ofrece a
los soldados vencedores. Éstos habían perdido a miles de sus
camaradas en Cremona. El saqueo de aquella ciudad y la masacre de
sus habitantes no les había bastado.
Por tanto, en Roma se mataba indiscriminada-mente.
Entraban en las casas. Degollaban. Violaban. Destripaban. Saqueaban.
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