Page 115 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 21




                SALÍ de Roma, donde convivía con la muerte.

                No había podido impedir que unos esclavos, acompañados por un
                centurión y tres soldados, echaran sobre un carro, como si fueran
                cadáveres de animales, los cuerpos de Toranio y el resto de los fieles
                con la nuca abierta por las espadas.


                Me indigné. Invoqué los nombres de Muciano y de Antonio Primo, pero
                el centurión me apartó violentamente.

                Esgrimió que yo no tenía dónde levantar unas sepulturas. Además,
                siendo ciudadano romano, ¿no me estaba vedado honrar los infames
                restos de esos judíos que seguían rechazando la ley de Roma, en Judea y
                hasta en la misma capital del Imperio?


                Señaló las siluetas apresuradas que se deslizaban por las callejuelas de
                ese barrio judío en el que, según el centurión, se respiraba el olor a la
                sangre de los sacrificios humanos que los hebreos tenían fama de
                practicar.


                Le repliqué que Toranio era un discípulo de Cristo, un nuevo dios que los
                judíos se negaban a reconocer.

                —¡Los cristianos proceden de los judíos! —me espetó—. Hay que sajar el
                retoño y arrancar la raíz. ¡Échate a un lado, caballero!


                Vi cómo se alejaba bamboleándose el carro escoltado por los soldados.

                Como el cuerpo de Toranio era el más grande, sus largos brazos
                sobresalían del carro, arrastrando sus manos sobre los adoquines.


                Los cadáveres habían sido retirados de todas las calles, del Foro, del
                campo de Marte, y entre los escombros del templo de Júpiter. Los
                aromas del placer iban paulatinamente sustituyendo al olor a muerte.


                Los soldados de Muciano mantenían el orden. Los de Antonio Primo
                habían sido acuartelados fuera de la ciudad. Cuando los autorizaban a
                entrar en ella, ya no era para matar sino para aglutinarse ante los
                lupanares y en las tabernas, donde pagaban con el fruto de sus saqueos
                y sus crímenes.

                Estuve vagabundeando por aquellas alborotadas calles. No conseguía
                olvidar el cuerpo crucificado de Toranio. Interpelé al Dios todopoderoso.







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