Page 120 - Tito - El martirio de los judíos
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Componían nuestra vanguardia tropas de los reyes aliados y de todos
                los contingentes auxiliares, esos árabes, esos sirios, esos macedonios,
                esos frigios, todos saqueadores y asesinos, enemigos inveterados de los
                judíos. A continuación iban los zapadores y los agrimensores del
                campamento, la impedimenta de los oficiales y las tropas que la
                custodiaban. Luego le tocaba a Tito, rodeado por los soldados de élite y
                los lanceros, seguidos por los jinetes de las legiones y las máquinas de
                asedio, los arietes y las catapultas, las balistas y los escorpiones; luego
                los tribunos, los prefectos, las enseñas agrupadas en torno al águila y
                precedidas por las trompetas. El grueso de la columna iba en formación
                de seis, y tras ella los escuderos y aquellos cuya mirada ni siquiera me
                atrevía a cruzar debido a su crueldad, aquellos cuyos andares eran tan
                ágiles como los de las fieras, esos mercenarios que habían acudido
                desde todo Oriente para matar a judíos, saquear y destruir Jerusalén.

                Cuando vi a toda esa tropa desfilar y luego acampar no lejos de
                Jerusalén, en el valle de las Espinas, cerca de una aldea de nombre
                Colina de Saúl, temí que la profecía de Flavio Josefo se cumpliera.

                Imaginé el destino de esos cientos de miles de judíos que habían huido
                de Galilea, de Samaria, de Judea, para refugiarse en la ciudad sagrada,
                alrededor del Templo, bajo la protección de Dios.

                ¿Y si Dios los abandonaba?


                Oía la voz de Flavio Josefo recordando las palabras del profeta
                Jeremías, haciéndolas suyas: «Este pueblo cubrirá las calles de
                Jerusalén, víctima de la espada y del hambre; a ésos nadie les dará
                sepultura, ni a ellos ni a sus mujeres ni a sus hijos ni a sus hijas». Y
                también: «Los cadáveres cubrirán el suelo como si fuera estiércol, como
                esas espigas esparcidas tras el segador y que nadie recoge».

                Y, con ellos, Leda ben Zacarías.


                La ansiedad me oprimía el corazón.


                Cuando Tito reunió a seiscientos jinetes de élite para hacer un
                reconocimiento por los alrededores de la ciudad, pedí unirme a ellos.

                Salimos al galope hacia Jerusalén.






















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