Page 125 - Tito - El martirio de los judíos
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Se mofaban de que nuestros soldados habían huido. En el otro extremo
                de la ciudad, los habían atraído hacia el recinto haciéndoles creer que
                estaban dispuestos a rendirse, a abrir las puertas. Los legionarios se
                precipitaron sin atender las órdenes de sus centuriones. Y fueron
                masacrados.


                Los supervivientes estaban avergonzados por haber desobedecido a sus
                oficiales y haber sido vencidos.


                Escuché la arenga que Tito les dirigió de pie, sobre la tarima levantada
                en el foro del campamento del monte Escopo.

                Habló cruzado de brazos, con el casco puesto y su coraza de oro
                reluciendo bajo el sol.


                —Los judíos —dijo— luchan a la desesperada. Son valientes y taimados.
                Preparan con esmero sus emboscadas, y sus estratagemas tienen éxito
                porque todos obedecen. Vosotros, soldados de Roma —tendió el brazo
                hacia ellos—, cuya disciplina y docilidad ante vuestros jefes subyugaron
                a la propia Fortuna, hoy combatís sin jefe, desobedecéis, huís. Os vencen
                y humillan. ¿Qué dirá mi padre el emperador cuando se entere de
                vuestra conducta y de estos reveses?


                Volvió a cruzar los brazos y prosiguió:

                —El reglamento de nuestras legiones prevé la pena capital para quienes
                han cometido la menor falta de disciplina.


                Los hombres agacharon la cabeza, ofreciendo la nuca.

                Me uní a los oficiales que rodeaban a Tito pidiéndole que perdonara a
                sus soldados: ¡que atendiera sus súplicas! Debía perdonar a algunos en
                nombre de la obediencia de todos.

                Dije:


                —¿Para qué matar, Tito? A todas las horas del día la muerte golpeará a
                muchos más hombres de los que jamás podrás condenar. ¡Deja que el
                dios de la guerra elija y castigue!

                Mi voz sólo era una más entre tantas otras, pero ya me había convertido
                en uno de los más antiguos consejeros de Tito y había servido fielmente
                a su padre, Vespasiano. Era amigo de Flavio Josefo, a quien consultaba
                y escuchaba. Y Josefo apoyaba mis palabras.


                —A los únicos a quienes debemos castigar —dijo— es a los criminales y
                a los bandidos que mancillan Jerusalén y condenan a mi pueblo a la
                desdicha.







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