Page 128 - Tito - El martirio de los judíos
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—Nos van a matar! —le susurré.
Negó con la cabeza.
—Soy judío, como ellos. Sólo quiero enterrar a los míos.
—¡No te escucharán, te odian!
Se detuvo y gritó:
—¡Dejadme dar a los muertos la paz que les corresponde!
Le contestó un griterío, y una lluvia de piedras golpeó la tierra a nuestro
alrededor.
—Todos somos hijos de Yahvé —prosiguió Flavio Josefo.
Se rieron, golpearon sus escudos.
Me pareció que repetían: «¡No eres más que un cerdo, hijo de cerdo!
¡Maldito seas, Josefo ben Matías, y todos los tuyos contigo, los muertos
y los vivos!».
Quise retener a Josefo, obligarlo a retroceder, pero sentí como si me
arrancaran el brazo izquierdo, como si me devorara el hombro una
quemadura que me corroía la nuca y la espalda. Mi brazo cayó, inerte.
Una piedra me había alcanzado el hombro, y el dolor se hizo de repente
tan intenso que caí; el brazo me pesó tanto que me arrastró hacia el
suelo.
Vi el rostro de Flavio Josefo acercarse al mío. Tuve la impresión de que
se ocultaba tras un grueso velo gris.
Josefo me ayudó a levantarme y salimos del pedregal perseguidos por
las flechas y los gritos.
Regresamos al campamento de Tito. Me curaron y me bastaron unas
horas para recuperar el uso del brazo y que se apagara el fuego que me
quemaba el hombro y la espalda.
—Sólo la muerte les hará olvidar el odio que nos tienen —musitó Josefo
—. Son más de treinta mil. Habrá que matarlos. Pero querrán arrastrar
con ellos a toda la población de Jerusalén.
Cuando volví a salir de mi tienda, dos días después, vi las obras de
ingeniería llevadas a cabo por los soldados. Llegaban a la altura del
primer recinto, en el norte, allí donde era menos elevado.
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