Page 127 - Tito - El martirio de los judíos
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                ESTUVE caminando por lo que, en pocos días, se había convertido en
                un desierto de piedras donde se pudrían los cadáveres de los
                combatientes.


                Iba detrás de Flavio Josefo.

                Nos envolvían enjambres de moscas y el olor a muerte me producía
                náuseas.


                Quise retener a Josefo.

                Veía cómo nos acechaban los judíos desde las almenas del primer
                recinto. No tardarían en tenernos a tiro de sus flechas, de sus venablos,
                de las piedras de sus hondas. Sus armas tenían mucho alcance, y ellos,
                buena puntería. Algunos podían, agazapados tras las puertas de la
                muralla, estar a punto de abalanzarse sobre nosotros para arrastrarnos
                hasta la ciudad.


                Tenía que detener como fuera a Flavio Josefo. Lo agarré por el brazo
                pero se desasió y siguió caminando hacia la muralla.


                Sabía que se había reunido durante la noche con un grupo de judíos que
                consiguieron huir de Jerusalén. Eran hombres desesperados que
                maldecían a los zelotes, a los sicarios, a los idumeos, a esos bandidos de
                Eleazar, de Juan de Gischala, de Simón Bar Gioras, quienes habían
                dejado de matarse entre sí desde que la ciudad estaba siendo sitiada por
                las legiones. Pero lo peor era que el furor de esos dementes se había
                vuelto contra los habitantes sospechosos de querer tratar con Tito. Los
                aterrorizaban, los despojaban, los acusaban de ser seguidores de Flavio
                Josefo, ese traidor vendido a los romanos. Degollaban a los más ricos y
                tiraban los cuerpos de sus víctimas por encima de la muralla, a los
                barrancos del Cedrón y del Gehena.


                Josefo los escuchó con los puños apretados, y observé que le temblaban
                los hombros y las piernas. Me dijo:

                —Puede que mis padres, mis amigos estén siendo allí mismo pasto de los
                carroñeros. Quiero darles sepultura.


                Ahora caminaba hacia ellos y yo le seguía los pasos.

                Las primeras flechas cayeron delante de nosotros. Volví a agarrar a
                Josefo del brazo.







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