Page 129 - Tito - El martirio de los judíos
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Las máquinas de asedio quedaron dispuestas en el pedregal. Y las
balistas, los escorpiones, las catapultas habían empezado a lanzar sus
proyectiles de piedra, que pasaban silbando por encima de la primera
muralla hasta estrellarse contra las casas de la ciudad nueva, que no
tardó en quedar cubierta por una espesa nube de polvo.
¿Cuántos muertos habría bajo los techos y muros derrumbados?
Para mí, todas esas víctimas desconocidas tenían el rostro de Leda, y no
podía alegrarme como el tribuno Plácido cuando me explicó que habían
decidido pintar de negro los proyectiles para sorprender a los judíos,
quienes se verían aplastados por esas bolas de muerte que se
confundían con las sombras de la noche.
—Nos abrirán las puertas —pronosticó Plácido.
Repliqué que, aunque nuestros arietes derrumbaran las murallas, los
judíos levantarían un nuevo muro con los cuerpos de los suyos; que
jamás capitularían y que preferirían la muerte antes que la sumisión. De
hecho, sabían que ésta también conducía a la muerte.
—¡Escúchalos! —me dijo Plácido.
Oí los gritos de espanto de los habitantes. El primer recinto estaba
estremeciéndose debido a la arremetida conjunta de los arietes contra
la base del muro. Unos aullidos sustituyeron repentinamente a los gritos
de pánico, y vi cómo surgían bandadas de combatientes fuera de las
murallas y corrían hacia las explanadas, escalando los cuerpos de los
caídos para llegar hasta los soldados que, protegidos por sus escudos,
empujaban los arietes y cargaban las máquinas de guerra con sus
proyectiles. Tal era la intrepidez de los judíos, que los soldados
retrocedieron y abandonaron su puesto a pesar de los centuriones y de
Tito, que luchaba espada en mano y dirigía los contraataques.
Así es la guerra: quise participar en esos combates, ocupar mi lugar.
Plácido se apartó de mí y lo vi en primera fila hasta que de pronto volvió
el silencio. Los judíos se habían retirado.
Plácido regresó a mi lado con la coraza cubierta de polvo y de sangre.
—Son valientes —observó—. Pero no pueden hacer nada contra nuestras
legiones, salvo morir o someterse.
Con todo, hubo una segunda arremetida. Esta vez, los judíos blandían
antorchas que lanzaron contra las máquinas de asedio, y el fuego
prendió en el aire seco y ardiente.
Nuestros soldados retrocedieron y se desbandaron. La temeridad y
audacia judías podían con la disciplina romana.
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