Page 124 - Tito - El martirio de los judíos
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Estuve, durante toda la noche, viendo brillar las lámparas en la tienda
de Tito.
Las trompetas sonaron al alba.
Cabalgamos nuevamente a lo largo del primer recinto, pero
manteniéndonos a distancia, seguidos por la legión X, a la que Tito
había ordenado instalar su campamento en el monte de los Olivos, al
este de la ciudad y separado de ella por el profundo barranco del
Cedrón.
Los legionarios soltaron sus armas y empezaron a allanar el terreno en
lo alto del monte, a trazar calles, a levantar empalizadas.
Me encontraba junto a Tito cuando se oyeron los gritos.
Se trataba de una multitud más densa todavía, más resuelta, más
vociferante que la de la víspera.
Habían cruzado el barranco del Cedrón cuando éste se hallaba en la
penumbra, luego escalaron la ladera del monte de los Olivos y
sorprendieron a los soldados mientras andaban atareados en las obras
de allanamiento del terreno.
Me apresuré detrás de Tito, con la espada en alto, para repeler el
asalto. Recé a Cristo para que apartara de mí los cuerpos de esos
combatientes judíos que Flavio Josefo tildaba de bandidos, de locos y
criminales.
Pero frente a mí sólo veía a jóvenes decididos a morir para salvar su
ciudad.
Y, una vez más, vi o me pareció ver entre ellos a mujeres, una de las
cuales podía ser Leda.
Nos obligaron a retroceder. Rodearon a Tito durante unos instantes.
Luego los repelimos.
El sol estaba en su hora cenital. Su calor me quemaba la piel desollada
y chorreante de sudor.
¿Conseguiríamos tomar esta ciudad sagrada, defendida con tanto valor
y astucia?
Sólo sería nuestra tras haber exterminado a todos sus defensores. Los
oía gritar de alegría, golpear sus escudos para acompasar sus bailes.
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