Page 122 - Tito - El martirio de los judíos
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sobre los cuales habría que ir brincando para intentar un nuevo asalto.
                Había que escalar y conquistar tres murallas, que tomar ciento sesenta
                y cuatro torres, que destruir la fortaleza Antonia, que ocupar el palacio
                de Herodes, que franquear los muros del Templo. Sólo entonces nos
                encontraríamos ante los pórticos del Templo, cubiertos de oro y plata.


                Y, en su centro, descubriríamos el Santuario, al que se accedía subiendo
                doce escalones.


                Con la voz ahogada por la emoción, la ira y la desesperación, Flavio
                Josefo me describió el pórtico y el muro del Santuario completamente
                cubierto de oro, rematado por parras también de oro de las que
                colgaban racimos del tamaño de un hombre. Luego estaban las puertas
                de oro ante las cuales había un velo tendido, de tela babilónica bordada
                con jacintos, de lino muy fino, escarlata y púrpura.

                ¿Al cabo de cuántos días de combates, tras cuántos miles de soldados
                muertos, de habitantes masacrados en las callejas, en los incontables
                subterráneos que hacían de las colinas un auténtico termitero, llegarían
                los soldados ante ese sanctasanctórum?

                ¿Y quién podría contenerlos? ¿Quién podría prohibirles que metieran las
                manos en los grandes cofres repletos de monedas de oro y de plata de
                todas las naciones y de todos los tiempos?

                ¿Cómo podría la voz de Tito dominar los rugidos de los soldados al fin
                vencedores?


                ¿Cuántos judíos sobrevivirían a esa batalla?

                Evalué, compartí la desesperación de Flavio Josefo cuando vi Jerusalén
                teñida de color sangre por el crepúsculo.


                Me acerqué a Tito. No llevaba casco ni coraza. Vi bajo su camisa
                abierta su garganta y su pecho desnudos.


                Le grité que debía alejarse de las murallas. Los judíos eran unos
                arqueros temibles. ¿No recordaba que uno de ellos había herido a
                Vespasiano durante el asedio de Jotapata?


                Tito se volvió hacia mí. Adiviné que no se decidía a proseguir su
                reconocimiento.


                Tendió la mano, señalándome las murallas y las torres, en cuyas
                almenas no se veía ninguna silueta. Los jardines y huertos que se
                extendían delante del primer recinto también parecían abandonados y
                conformaban un apacible tablero con pequeños cuadros delimitados por
                setos y empalizadas.


                Tito me sonrió. ¿Qué peligro corría?





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