Page 117 - Tito - El martirio de los judíos
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                EN el extremo del muelle de Cesarea dejé de ver aquel mar liso que
                recordaba.


                La superficie del agua y el propio horizonte quedaban ocultos por
                numerosas naves que entrechocaban sus cascos. Esperaban a entrar en
                el puerto y atracar para que desembarcaran los soldados que llevaban a
                bordo.


                —Esto va a ser una carnicería —susurró Flavio Josefo, al que había
                vuelto a ver y con quien iba y venía por el largo muelle y por las calles
                atestadas de Cesarea.


                Josefo se detenía a menudo. Le había mudado el semblante. Ya no
                apreciaba en él la menor huella de duda o de desesperanza. Se lo
                endurecía la ira, quizá la amargura, pero también la determinación. Se
                marcaban en su rostro la barbilla y los pómulos, así como sus
                mandíbulas, que apretó al añadir:

                —Odio a esos bandidos de Jerusalén, a esos locos que se han alzado
                contra Roma, que han convertido en presa a mi pobre pueblo, a
                mujeres, a niños, ancianos, sacerdotes, ricos, a todos aquellos que no se
                dejaron cegar por la sinrazón. Y esa presa se la reparten: ¡un poco para
                ti, Eleazar, y para ti, Simón Bar Gioras, y tú, Juan de Gischala, quédate
                lo que queda!


                Me apuntó con el dedo, luego se volvió.

                Recontó los orígenes de los soldados que pasaban ante nosotros
                echándonos miradas despectivas y retadoras. Debían de reconocer en
                Flavio Josefo a uno de esos judíos que, aunque ciudadanos romanos,
                habían conservado la austera vestimenta de su pueblo, una especie de
                túnica larga de color oscuro.


                Contemplé aquel desfile de todas las naciones del Imperio.


                Los soldados de infantería de las cuatro legiones romanas caminaban
                en columnas de seis. Luego venían las tropas auxiliares, arqueros
                árabes, honderos de Capadocia, de Cilicia, de Frigia y de Asia. Todos los
                macedonios eran de gran estatura y formaban la guardia personal de su
                rey. Los sirios precedían a los soldados de Agripa y de Berenice.

                —Pero esos bandidos, Juan de Gischala, Eleazar, Simón Bar Gioras, esos
                zelotes, esos sicarios han convertido además a mi pueblo en la gran
                presa de todos aquellos que envidian a los judíos desde hace más de mil
                años. Esos árabes, esos sirios, esos macedonios, esos frigios no están



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