Page 119 - Tito - El martirio de los judíos
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y que obligarían a Juan de Gischala, a Simón Bar Gioras y a Eleazar a
                abrir las puertas de la ciudad y a someterse a la ley romana.

                Me parecía que Tito también lo esperaba.


                Lo veía rozar con la yema de los dedos el cuerpo de Berenice como
                quien acerca la mano hacia una divinidad a la que teme y venera.
                Bastaba con observar a Tito para percatarse de que adoraba a la reina
                judía. Según su doncella Mara, que siguió siendo igual de acogedora
                conmigo en Cesarea, llegó incluso a prometer a Berenice que
                preservaría el Templo de Jerusalén.

                Conté las confidencias de Mara a Flavio Josefo.


                Me escuchó agachando la cabeza, luego cerró los ojos y susurró sin
                apenas mover los labios, como si descifrara un texto que se estuviese
                desenrollando lentamente ante él:

                —Sólo existe una vía de salvación. Y la divinidad se reconcilia
                fácilmente con quienes se confiesan y se arrepienten. Pero esos
                corazones de hierro jamás depondrán las armas, que es la única salida
                posible. Son insensibles al sufrimiento de su pueblo y a la belleza
                sagrada del Templo. ¡Han olvidado que cada una de las ofrendas que
                contiene es el acto de fe de una nación! ¿Quién puede querer que las
                llamas arrasen todo eso? ¿Quién desea que todo eso desaparezca? ¿Hay
                algo que se merezca más ser preservado?


                Volvió a abrir los ojos.


                —Pero sus corazones resecos son más insensibles que las piedras. Han
                hecho correr la sangre por el Templo. Lo han mancillado. Se hundirán
                en la locura de la guerra. Y el Templo será destruido. Los hombres
                enloquecen cuando se arman. Aman la muerte. Aman el fuego. Se
                precipitan hacia el abismo. Para contenerlos, se requiere la disciplina de
                las legiones, la dureza implacable de Roma. La de soldados
                acostumbrados a obedecer a sus jefes.


                Recordé el cuerpo de Toranio y las cincuenta mil víctimas de la
                soldadesca de Antonio Primo.


                Y eso que Roma era una ciudad romana.


                ¿De qué serían capaces, el día que entraran en Jerusalén, esos hombres
                que odiaban a los judíos?


                Cabalgué entre ellos cuando el ejército se puso en marcha.


                Éramos al menos ochenta mil, y resultaba embriagador fundirse en esa
                masa humana.







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