Page 121 - Tito - El martirio de los judíos
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                VI las murallas, las torres, las fortificaciones de Jerusalén, y temblé.

                Unían la tierra con el cielo y cerraban el horizonte.


                Dominaban los barrancos, cubrían las colinas, adoptando sus formas,
                resplandeciendo en el cielo como si cada uno de sus bloques de piedra
                fuese un espejo.


                Miré a Tito. Iba solo por delante de nuestra tropa, cuyos caballos
                piafaban.

                Su rostro permanecía impasible, pero tenía el cuerpo erguido, tenso, y
                su caballo se encabritaba y repropiaba, intentando retroceder. Por
                mucho que Tito agarrara su montura por las crines y tirara con todas
                sus fuerzas para domeñarla, ésta se resistía, coceaba.


                Así serían los combates.


                Habría que cruzar los barrancos del Gehena y del Cedrón para llegar al
                pie del primer recinto, el construido más recientemente, en cuyos
                basamentos distinguía unos enormes bloques de piedra soldados entre sí
                por coladas de plomo y cuya superficie había sido pulida para que
                ningún asaltante pudiese agarrarse a sus salientes y alcanzar así las
                almenas. Pero aunque se alcanzaran, habría que conquistar las torres, y
                conté más de ciento sesenta.


                Me sabía el nombre de las más imponentes.

                Flavio Josefo me había descrito tantas veces la ciudad, según él «la joya
                más sagrada del género humano», que podía reconocer, a pesar de la
                distancia a que nos hallábamos, las otras dos murallas que acababan
                apoyándose en los enormes muros del Templo, defendido por la
                fortaleza Antonia y sus cuatro torres angulares. Se prolongaban hasta
                el palacio del rey Herodes, a su vez flanqueado por tres elevadas torres,
                las de Fasael, Hípico y Mariam. Pero la más amenazante, la torre
                Psefino, formaba uno de los ángulos del primer recinto; de planta
                octogonal, era tan elevada que, al decir de Flavio Josefo, desde lo alto se
                podía ver en la lejanía, hacia el oeste, las olas del Mediterráneo, y, al
                sur, las de arena del desierto de Arabia.

                Ni uno de nuestros soldados abrió la boca. Sólo se oía el resoplido de
                los caballos, el golpeteo de sus cascos.


                Cada uno de aquellos hombres debía, como yo, de estar imaginándose
                las pilas de cadáveres que se irían amontonando en los barrancos y



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