Page 116 - Tito - El martirio de los judíos
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¿Qué has hecho, Cristo?
¿Por qué has permitido que ajusticien a quienes te han sido fieles?
¿Quieres que mueran los tuyos para que conozcan la resurrección?
Recordaba las palabras de Séneca un día en que lo interrogué acerca de
la actitud de los dioses.
«Están sentados en las gradas del anfiteatro —me dijo—. Nosotros
somos sus gladiadores. Contemplan nuestras luchas. Levantan o bajan
el pulgar según su humor. Así son los dioses, Sereno. Pero el misterio
permanece, pues no conocemos ni las reglas del combate que nos
imponen ni el modo en que eligen a los vencedores. Aquel cuyo triunfo
celebramos puede ser el que ellos han condenado. Todo permanece
oscuro e incierto, Sereno. Ésa es nuestra condición.»
Cuando un correo me transmitió la orden de unirme al ejército que se
estaba constituyendo en Cesarea, y cuyo mando el general Vespasiano
había encomendado a Tito, tuve la impresión de que una mano asía la
mía, me ayudaba a salir de ese terreno pantanoso en que me estaba
hundiendo.
«El emperador —me escribía Tito— me ha confiado la misión de
someter Jerusalén a la ley de Roma. Me pondera tus méritos. Para él, ya
has sido testigo de acontecimientos que han cambiado el destino de
Roma. Estuviste con nosotros cuando la conquista de Galilea. Te vi
luchar con valor. Además eres amigo de Flavio Josefo y del prefecto
Tiberio Alejandro, que se encuentran en Cesarea, en mi estado mayor.
Quiero que tú también estés a mi lado. Alcanzarás la gloria. Porque
Roma se acordará de quienes hayan sometido esa Jerusalén, más
orgullosa que Cartago.»
Así fue como volví a ver el cielo de Oriente y la tierra de Judea.
Y volví a caminar hasta el extremo del muelle que cierra el puerto de
Cesarea.
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