Page 113 - Tito - El martirio de los judíos
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Recordé que el emperador Flavio Vespasiano no quiso que hubiera
matanza tras la caída de Vitelio.
—Tras la victoria —refunfuñó Antonio Primo—, los soldados se
convierten en fieras. ¡Ay del que pretenda domeñarlos!
Las tropas de Muciano lo consiguieron, pero cuando ya podían contarse
por las calles, plazas y casas de Roma más de cincuenta mil cadáveres.
Cuando crucé uno de los puentes del Tíber, encontré, como tantas veces
antaño, en tiempos de Nerón, cuerpos retenidos por los hierbajos y las
cañas que crecen en las orillas del río, o enganchados a los pilares del
puente.
Caminé apresuradamente por las callejuelas del barrio judío para no
ver las puertas descerrajadas, los muebles rotos y esparcidos sobre los
adoquines, para no oír los lamentos de las mujeres.
Pero los muertos ya habían sido sepultados.
Los del sótano de la casa de Toranio seguían allí, con su sangre
mezclada.
Los soldados debieron de sorprenderlos mientras rezaban, pues la
mayoría estaban arrodillados y la espada los había alcanzado en la
nuca.
Sólo Toranio estaba de pie, clavado a la pared, con los brazos
separados, un venablo clavado en la garganta y las palmas atravesadas
por dos puñales.
Crucificado.
Vespasiano no era el salvador que venía de Judea.
Un emperador no salva a los hombres. Los arma para que maten.
El Salvador no esgrimía la espada. Era mortal, como cualquier hombre.
Y resucitaba, porque también era Dios. Y quienes creyeran en él se
salvarían como él.
Me arrodillé y recé a Cristo.
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