Page 109 - Tito - El martirio de los judíos
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ya se sabía en Roma que se hallaban cerca de Cremona y que se iban a
topar con las tropas regulares.
Vitelio pedía a los jóvenes romanos que se alistaran. Ofrecía
recompensas, aseguraba que, tras la victoria, sus soldados serían
considerados veteranos y que cada cual obtendría una parte del botín,
la propiedad de una tierra en las provincias que se habían rebelado
contra el emperador, las de Judea, Siria y Mesia.
Esperé a que cayera la noche para colarme en el palacio de Flavio
Sabino. Asesinos y delatores merodeaban a su alrededor. Los sorteé
pasando por los jardines, extrañado por el hecho de poder entrar sin
impedimento en los edificios y llegar hasta la sala en la que se
encontraban Flavio Sabino y Domiciano, el hijo menor de Vespasiano.
Estaban de comilona, tumbados sobre sus triclinios, protegidos por unos
cuantos guardias, y ni siquiera se fijaron en mi presencia, sólo se
extrañaron cuando me planté delante de ellos y dije, señalando la noche
y los cipreses azotados por el viento:
—¿No sentís, no oís? ¡La muerte os está rondando! Flavio Sabino, eres
el hermano del nuevo emperador, y tú, Domiciano, su hijo. Estáis
rodeados de asesinos y delatores de Vitelio, y nadie os protege.
Cualquiera puede entrar en tu casa, Flavio Sabino: yo lo he hecho sin
que ninguno de tus guardias me lo impida. ¡El emperador Vespasiano os
necesita vivos!
Flavio Sabino me escuchó sonriendo. Despidió a sus convidados, menos
a Domiciano, y me invitó a compartir los manjares que los esclavos
seguían disponiendo sobre las mesitas de mármol y marfil.
Le transmití los deseos de Vespasiano: había que impedir la guerra civil,
sacudir el árbol para que se desprendiera —repetí la expresión de
Vespasiano—ese fruto podrido.
—Va cayendo, va cayendo —susurró Flavio Sabino—. Vitelio está
dispuesto a abdicar.
Evoqué las aclamaciones de la plebe, las bandas de soldados y de
matones con quienes me había cruzado en la ciudad, los delatores a los
que reconocí, pues algunos ya habían sido espías a sueldo de Nerón.
—Todo animal herido enloquece de miedo y de furor —dije.
Sabino se encogió de hombros.
Me dijo que yo no conocía a Vitelio. No era ni un toro ni un león, sino un
cerdo o, mejor dicho, una marrana. Tenía el rostro abotagado y
enrojecido de los borrachos, sus intestinos daban la impresión de querer
reventar la piel de su panza, que tenía que sostener con ambas manos.
Devoraba y engullía como si deseara reventar, o más bien sepultar su
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