Page 104 - Tito - El martirio de los judíos
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La asistencia se dispuso alrededor de ellos. Yo me encontraba en la
                segunda fila del círculo, no lejos de Berenice y de su doncella Mara,
                cuyas lánguidas curvas reconocí bajo los velos y cuyo perfume me
                embriagaba.


                En aquel momento, siendo actor y testigo de un acontecimiento que
                marcaría la historia de Roma, sentí que el cuerpo de una mujer, el
                placer que daba, la alegría que aquel goce aportaba, valían más que ser
                dueño de un imperio.


                Puede que los vicios, las perversidades, la crueldad y el desenfreno en
                que se revuelcan los emperadores se deba a su decepción, a su
                amargura al descubrir que, creyéndose amos del


                Vespasiano puso la mano sobre el hombro de Ben Matías.

                —Este hombre —dijo señalando las cadenas que retenían las muñecas y
                los tobillos de Josefo— sigue siendo un preso. Ha sido uno de nuestros
                más enconados enemigos. Uno de sus arqueros ha llegado a herirme. Y
                todos vosotros sabéis que muchos de nuestros mejores soldados
                murieron en el asedio de la ciudad de Jotapata, que fue defendida
                durante tiempo prolongado.


                Vespasiano dio unos pasos, se detuvo ante los tribunos y luego ante
                Berenice:


                —Su valor y su voluntad han demostrado que el pueblo judío se merece
                nuestro respeto. Roma sabe reconocer el valor de sus enemigos, que a
                menudo se convierten en sus aliados. Y Josefo ben Matías, general de los
                judíos, sacerdote de la primera clase sacerdotal del Templo de
                Jerusalén, es uno de ellos. Desde el día en que se rindió no ha dejado de
                predecirme mi accesión a la dignidad imperial. Estando todavía Nerón
                con vida, se atrevió a decir en voz alta lo que su dios le estaba
                anunciando. Hoy, la profecía se ha cumplido. He aceptado la elección de
                los dioses y de las legiones. Pero resulta chocante que el hombre que ha
                sido el primero en anunciarme ese destino siga padeciendo la condición
                de prisionero de guerra y la suerte de un cautivo. Ordeno que lo liberen
                de sus cadenas.


                Josefo inclinó la cabeza, y seguramente se disponía a dar las gracias a
                Vespasiano cuando Tito se adelantó.

                —La justicia exige, padre, que Josefo quede libre del ultraje a la vez que
                de las cadenas. No sólo debes ordenar que se las quiten, sino también,
                como manda la más antigua tradición, que las rompan para que quede
                claro que el castigo ha quedado borrado y que ya nadie puede jamás
                echárselo en cara.


                Vespasiano dio su aprobación y un soldado rompió las cadenas a
                mazazos.




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