Page 102 - Tito - El martirio de los judíos
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—He recibido un correo de tu amigo Yohana ben Zacarías, que también
                lo es mío. Ese mensaje ha llegado unas horas antes que tú. El prefecto
                Tiberio recibió a Ben Zacarías y a su embajada.

                Se volvió hacia los centuriones y los tribunos.


                —¿Sabéis por qué un romano, un prefecto del Imperio, un soldado de
                Roma no puede aceptar obedecer a Vitelio? Ese hombre inmoral se
                regocija con la guerra civil. Se ha atrevido a decir, al contemplar los
                ochenta mil cadáveres esparcidos por el suelo en Bedriac, tras la batalla
                entre sus legiones de Germania y las de Otón: «El cadáver de un
                enemigo siempre huele bien, pero no digamos ya el de un compatriota».
                ¿Acaso eso puede decirlo un emperador? Os lo dice un general de los
                judíos, que fue vuestro enconado enemigo, pero leal, porque la suerte de
                su pueblo está ligada al destino y a la gloria de Roma: Vitelio no puede
                ser el emperador de la humanidad. Dios me lo ha dicho: «¡El salvador
                vendrá de Judea!».


                Tribunos y centuriones alzaron sus armas y corearon el nombre de
                Vespasiano, golpeando acompasadamente con sus talones el suelo de
                mármol. Tuve la impresión de que todo el palacio estaba temblando.


                Al momento apareció Vespasiano seguido por su esposa Cenis. Pidió a
                Tito que se colocara a su lado sobre el estrado que ocupaba todo un
                lateral de la sala.


                A unos pasos de Tito, al pie del estrado, vi a Berenice, con su cabello
                negro ceñido por una diadema de perlas. Dejaba que sus velos se
                deslizaran una y otra vez, levantando sus brazos desnudos, rozándose
                los mechones de su melena con la punta de los dedos. Dicho movimiento
                permitía que se adivinasen sus axilas y la forma de sus senos.


                Tito no le quitaba la vista de encima y parecía haberse olvidado de que
                se encontraba sobre aquel estrado, a la derecha de su padre, observado
                por una multitud de hombres armados.


                El tribuno Plácido me empujó hacia el estrado diciendo:

                —El caballero Sereno llega de Alejandría. El prefecto Tiberio y su legión
                te piden que aceptes el destino que los dioses y tus soldados te ofrecen.
                ¡Vespasiano, sé nuestro emperador!

                Vespasiano se me quedó mirando fijamente mientras repetían,
                recalcaban, gritaban su nombre.


                No me hizo preguntas, pero confirmé, asintiendo varias veces con la
                cabeza, las palabras del tribuno Plácido, aunque sin duda Josefo ben
                Matías ya lo había avisado de la decisión de Tiberio Alejandro.








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