Page 103 - Tito - El martirio de los judíos
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Unos centuriones se acercaron al estrado e interpelaron a Vespasiano
esgrimiendo sus espadas.
Representaban a las legiones de Judea y de Galilea, a las de Siria y del
Danubio.
Dijeron que jamás aceptarían prestar juramento a Vitelio.
Exigieron de Vespasiano que se plegara a la voluntad de los dioses y de
las legiones.
Estaban dispuestos a ofrecerle su vida, pero si se negaba…
—Te mataremos —amenazaron— y luego nos degollaremos sobre tu
cadáver. Así quedarán unidas nuestras vidas y nuestra sangre. ¿Cómo
prefieres que lo estén, en la vida o en la muerte? ¡Elige ser nuestro
emperador, Vespasiano!
Estuve observando a Vespasiano. Apretaba las mandíbulas. Un surco le
partía la frente en dos. Fruncía el ceño. Daba la impresión de estar
sufriendo o realizando un esfuerzo agotador.
Pero su cuerpo yerto, con las piernas separadas, parecía un bloque de
piedra sin apenas desbastar, como una estatua recién empezada por el
escultor.
Ante mí, el emperador Flavio Vespasiano se estaba desprendiendo del
cuerpo del general Vespasiano.
Alzó su mano abierta, tendió el brazo y, con ese simple gesto, pareció
aplastar todos los cuerpos, apretar y ahogar todas las gargantas.
—Debo escuchar la voz de mis legiones y la voz de los dioses —profirió.
Esas escasas palabras parecieron adensar aún más el silencio y
petrificar a los soldados.
Y, justo cuando Vespasiano bajó el brazo, prorrumpieron los gritos y
aclamaciones.
Me rodearon, me festejaron, me empujaron hasta que el tribuno Plácido
me llevó consigo hasta una pequeña habitación donde se hallaban
Vespasiano, su liberta y compañera Cenis, Tito, Agripa, Berenice y los
tribunos de las distintas legiones que acababan de nombrarlo
emperador.
Vespasiano se volvió hacia Josefo ben Matías y le pidió que lo siguiera al
centro de la habitación.
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