Page 118 - Tito - El martirio de los judíos
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aquí sólo para que Tito, hijo del emperador, vea que son fieles aliados de
                Roma, sino porque quieren matar a los judíos. Nos odian, Sereno.
                Temen nuestra inquebrantable fe. Presienten que somos indestructibles.
                Que aunque Jerusalén se convierta nuevamente en un campo de ruinas,
                Roma en la segunda Babilonia y Tito en un segundo Nabucodonosor,
                vencedor de los judíos y destructor del primer Templo, las palabras de
                nuestros profetas nos mantendrán la vida y Jerusalén renacerá. Pero
                primero —apretó los puños y los blandió ante mí— hay que expulsar a
                los locos, a los bandidos. ¿Sabes que han incendiado los graneros donde
                se almacenaba suficiente trigo para que Jerusalén resistiera un asedio
                de varios años? Se están matando entre sí. Torturan y exterminan a
                todos aquellos sospechosos de querer hacer un trato con Tito. Temen
                que el pueblo siga su ejemplo. Entonces ejercen el terror. ¡Han matado a
                más judíos que romanos!

                Con voz temblona por la emoción recitó las profecías de Jeremías, quien
                había avisado que alzarse contra Nabucodonosor sólo podía conducir a
                la destrucción de Jerusalén:

                —«Esta ciudad caerá indefectiblemente en manos del rey de Babilonia,
                que la tomará por la fuerza. Al resistir con las armas, sólo conseguiréis
                morir. ¡Servid más bien al rey de Babilonia y salvaréis la vida! ¿Por qué
                tiene esta ciudad que convertirse en ruinas?»

                ¡Y ahora vuelta a empezar! ¡Con la sangre judía que habían hecho
                correr, los bandidos de hoy habían mancillado la ciudad sagrada, el
                Templo, y eso Dios no se lo perdonaría!

                —Sigue escuchando, Sereno —prosiguió Flavio Josefo—. Mis mensajeros
                han recordado esta profecía de Jeremías a los sacerdotes del Templo.
                Los conozco. He sido uno de ellos. Tampoco ellos ignoran nada de
                nuestra historia. ¿Pero tendrán el valor de oponerse a los bandidos, a
                Juan, a Eleazar y a Simón? ¿Sabrán decir al pueblo, como hizo Jeremías:
                «Quien permanezca en esta ciudad morirá por la espada, por hambre o
                por la peste, pero el que salga y se entregue a los caldeos que os están
                sitiando vivirá, y su alma será su parte del botín»?

                Luego repitió varias veces:


                —No escucharon a Jeremías, no me escucharán a mí. La sangre que han
                hecho correr los tiene cegados. Dios quiere perderlos, y el pueblo
                padecerá. ¡Y el Templo será destruido!


                No quise dar crédito a la lúgubre profecía de Flavio Josefo.


                Pensaba en Leda, la hija de Ben Zacarías, y me parecía imposible que
                aquella joven decidida a luchar contra los romanos, a seguir a los
                zelotes y a los sicarios, no hubiese atendido las voces de Jeremías y de
                Flavio Josefo, ni quisiese salvar a su pueblo de la masacre y al Templo
                de la destrucción. Me imaginaba que había decenas de miles como ella,





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