Page 123 - Tito - El martirio de los judíos
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Me pareció que la ciudad resultaba tanto más amenazadora por su
apariencia desértica, como si estuviese a punto de entregarse.
—Está al acecho —volví a gritar—. Oculta sus zarpas.
Hice retroceder mi caballo como si así pudiera arrastrar conmigo a
Tito.
Pero levantó y bajó el brazo, dando la orden de avanzar, y nos
adentramos entre los setos y los árboles repletos de fruta, dirigiéndonos
hacia la alta torre octogonal Psefino, que se elevaba en el ángulo del
primer recinto, dominando todo el paisaje.
De repente, una multitud de hombres pareció salir de la tierra,
surgiendo tras los setos y las empalizadas, cayendo sobre nosotros,
lanzando sus venablos, tirando tantas flechas que éstas formaban una
nube negra, como una apretada bandada de pájaros de muerte.
Nuestra tropa se rompió. Unos volvieron grupas y huyeron. Otros, entre
los cuales me encontraba, cerraron filas alrededor de Tito, que les hacía
frente con la espada alzada, empujando su caballo contra los judíos con
tanta audacia que sus filas se abrieron y nos precipitamos tras él por
esa brecha.
Vi —o me pareció ver— entre los judíos a mujeres jóvenes. Pensé que
Leda ben Zacarías estaría seguramente entre ellas.
Pero, detrás de nosotros, las filas de los judíos se habían vuelto a cerrar,
sus dardos nos alcanzaban por la espalda, y vi a algunos jinetes cerca
de mí agacharse sobre el cuello de su caballo, agarrados a sus crines,
con una flecha clavada en el hombro o la espalda. Yo no quitaba el ojo
de encima a Tito; flechas y venablos silbaban a su alrededor, rozándolo
sin jamás alcanzarlo, como si un dios retuviese, desviase cada tiro.
Galopamos, perseguidos un buen rato por los gritos de triunfo y los
insultos de los judíos.
Habían ganado la primera escaramuza y puesto en fuga a jinetes de
élite.
Habían humillado a Tito, hijo del emperador, que estaba al mando de
ochenta mil hombres procedentes de todas las provincias del Imperio.
Ya había anochecido cuando nos detuvimos en la cumbre del monte
Escopo, donde dos legiones empezaron a acondicionar conjuntamente
un único campamento, y una tercera se estaba instalando a escasa
distancia.
Pero, allí en el horizonte, nos retaban las luces de Jerusalén y el inmenso
resplandor que rodeaba el Templo.
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