Page 67 - Tito - El martirio de los judíos
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Capítulo 11




                SEGUÍ siendo cobarde.

                Aclamé a Nerón en Nápoles cuando su carro, del que tiraban cuatro
                caballos blancos, entró en la ciudad por una brecha abierta
                expresamente en la muralla.

                Era el emperador de la humanidad, amo de todas las ciudades, las de
                Oriente y las de Occidente, y ninguna de ellas podía resistírsele. De
                camino hacia Roma, asimismo, se echaron abajo lienzos de murallas de
                Anzio y de Alba para que el carro imperial pudiese penetrar en cada una
                de dichas ciudades.


                Y la muchedumbre lo aclamaba.

                Cantaba. Tocaba, siempre con la cabeza ceñida por una corona
                olímpica, rodeado de esclavos que llevaban las demás coronas o bien
                carteles con los nombres de aquellos a los que había vencido, los títulos
                de las obras que había interpretado, la lista de las ciudades griegas que
                le habían otorgado un triunfo y lo habían aclamado como al dios que
                era.


                Los Augustiani escoltaban el carro, lo aplaudían acompasadamente, con
                un ritmo preciso, y a la vez gritaban: «¡Viva Nerón Hércules! ¡Viva
                Nerón Apolo! ¡Viva el olimpiónico! ¡Augusto, Augusto!».


                Los pretorianos golpeaban hasta matarlos a los espectadores que no
                manifestaban el suficiente entusiasmo o que intentaban alejarse.

                Y sentí vergüenza, de Nápoles a Roma, por prestarme, como un esclavo
                para salvar la vida, a esta grotesca y cruel escenificación.


                ¡Porque a lo largo de la vía Apia había víctimas inmoladas para celebrar
                el paso del emperador Nerón!


                Entró en Roma envuelto en una gran capa púrpura constelada de
                estrellas de oro.

                Iba en el carro en el que Augusto había desfilado triunfalmente. Hizo
                que el músico Diodoro se sentara a su lado.


                El suelo estaba cubierto de flores y de azafrán, y habían esparcido
                perfumes para disimular por un rato la fetidez que corrompía el aire de
                Roma.







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