Page 72 - Tito - El martirio de los judíos
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enemigos del soberano, a los sospechosos, a la vez que los obligaba a
                redactar un testamento en su favor.

                Pero Tigelino se había quitado de en medio, refugiado en su propiedad,
                tras ceder el poder al segundo prefecto del pretorio, Ninfidio Sabino, un
                hombre tan encorvado que no había manera de captar su mirada.


                Sabino había denunciado ante Nerón a decenas de ciudadanos y se
                sentía seguro tras haber pactado con Icelo, el liberto de Galba.


                Se sabía que entregaba fuertes cantidades de dinero a los pretorianos,
                que les repetía que Nerón los despreciaba: ¿Cómo ellos, custodios del
                emperador, los mejores soldados de Roma, podían aceptar dejar de
                pertenecer a la escolta imperial, ser sustituidos por esos hombres-
                mujeres de cabello largo, cuerpo depilado y rostro maquillado? ¿Cómo
                podían obedecer a un emperador que se exhibía junto a Sporo, su
                «esposa», maquillado para parecerse a la difunta Popea, y que se
                contoneaba como una fulana de lupanar?


                Eso era una vergüenza para ellos. Pero seguían disponiendo de la fuerza
                de la espada. Podían elegir a un nuevo emperador, ¿por qué no a ese
                Galba, un soldado que quería devolver a Roma su gloria y su dignidad?


                Sabino seguía repartiendo a diario monedas de oro y de plata a los
                pretorianos. Y éstos abandonaban sus puestos de guardia, dejando el
                palacio sin custodia.


                Los soldados que velaban ante la habitación del emperador se habían
                retirado, llevándose todo lo que pudieron, joyas, bustos, pieles, hasta las
                mantas.


                También robaron la caja de oro que contenía el veneno que Nerón había
                guardado junto a su cama.

                No fui testigo de lo que aconteció después, pero las nodrizas de Nerón,
                Eclogea y Alejandra, dos ancianas que lo querían como si fuese su hijo,
                y Actea, la liberta, la amante de quien se aseguraba que creía en Cristo
                y que, aunque el emperador la hubiera repudiado, le seguía
                manifestando amor y compasión, me relataron sus últimas horas. En la
                noche del 8 de junio se enteró de que los pretorianos, en su cuartel,
                habían proclamado emperador a Galba, y que el Senado lo había
                declarado a él, Nerón, enemigo público, condenándolo a ser castigado a
                la antigua usanza.


                Preguntó a sus nodrizas y a Actea, luego a los tres libertos que habían
                permanecido junto a él, cuál era ese castigo. Uno de ellos, Faón, tras
                haber vacilado y preguntado con la mirada a Sporo y a Epafrodio,
                describió el suplicio al que Nerón sería sometido si lo atrapaban con
                vida.







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