Page 73 - Tito - El martirio de los judíos
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Lo desnudarían. Encajarían su cabeza en una horqueta y lo azotarían
                con varas hasta la muerte, luego arrastrarían su cuerpo con un gancho
                y lo tirarían al Tíber.

                Nerón aulló de pavor, dijo que él mismo iría a lanzarse al río, y luego,
                tras haber corrido unos cientos de metros por las calles desiertas,
                regresó empapado de sudor, suplicando a las escasas personas que aún
                seguían en palacio que fueran a buscar al gladiador Spículo, un
                mirmillón, uno de los más habilidosos matadores de los juegos de Roma,
                al que había felicitado y coronado varias veces en el anfiteatro.

                Spículo sí sabría matarlo.


                ¿Pero cómo dar con él?


                Los esclavos encargados de transmitirle la petición de Nerón no
                tardaron en regresar, afirmando que Spículo se había ausentado de
                Roma. Pero puede que ninguno de ellos hubiese salido de palacio, al
                haber dejado de temer a ese emperador que lloriqueaba pidiendo a sus
                allegados que lo mataran. Aun así, todos ellos se alejaban.

                —Así que no me quedan ni amigos ni enemigos —declaró.


                Faón lo agarró por el brazo, murmurándole que había que huir cuanto
                antes. Ofreció a Nerón acogerlo en su casa, situada por el decimocuarto
                distrito militar, entre la vía Nomentana y la vía Salaria.


                Salen.


                Nerón apenas lleva ropa.

                No volverá a ponerse la capa púrpura constelada de estrellas de oro. No
                lleva corona en la frente. Ya no es sino un fugitivo montando un caballo
                que ni un pretoriano querría para sí. El animal se echa bruscamente a
                un lado para no patear un cadáver hediondo cruzado en medio del
                camino. A Nerón se le desliza el pañuelo con que se está tapando la
                cara. Unos transeúntes reconocen al emperador, lo interpelan.


                No se hallan lejos del cuartel de los pretorianos. Se oye a los soldados
                gritar el nombre de Galba. Espolean a los caballos.


                Temen que la casa de Faón ya esté rodeada por los pretorianos.


                Se deslizan entre los matorrales. Se arañan entre las zarzas. Se ocultan
                en el cañaveral.


                Nerón bebe el agua tibia de una ciénaga, él, que exige que le sirvan en
                sus copas «homéricas» un agua refrescada por la nieve traída a diario
                de los Apeninos.





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