Page 68 - Tito - El martirio de los judíos
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Se adelantaron unas delegaciones, portando ofrendas al dios Nerón.
                Dejaron a sus pies pájaros multicolores, piedras preciosas, tejidos
                dorados.

                Luego el cortejo volvió a ponerse en marcha y se dirigió al templo de
                Apolo en el Palatino, pues aquel dios era el que Nerón encarnaba y al
                que se honraba. Sólo después se dirigieron al templo de Júpiter, en el
                Capitolio.


                En el gran estadio, Nerón se puso a cantar, a tocar la cítara mientras
                disponían a su alrededor las mil ochocientas ocho coronas ganadas en
                Grecia, entre aplausos de los Augustiani.


                Sentí vergüenza por aquel grotesco triunfo.


                ¿Cómo se podía estar masacrando en Galilea y en Judea, ajusticiando a
                los judíos y enviando a morir a las legiones del Imperio por ese hombre?


                ¿Cuándo acabaría ese reinado que ya duraba catorce años? No había
                día en que se hubiese dejado de degollar a hombres, de envenenar a
                mujeres, de estrangular a niños, de asesinar a un padre, a un hermano,
                a una hermana, a una esposa, y en que no se hubiese obligado a tantos
                más a suicidarse, de modo que todos —yo como los demás— vivíamos
                aterrorizados.

                Y algunos hasta buscaban la muerte para que cesara esa angustia.





                Entreví en Nápoles una primera esperanza.

                Se rumoreaba a mi alrededor que Vindex, un galo, legado imperial de
                rango pretoriano, gobernador de la Lionesa, se había sublevado contra
                Nerón, organizando milicias, proclamando que el emperador era un
                pésimo actor, un mal citarista, y que había que expulsar a ese histrión,
                ese usurpador, ese matricida.


                Estuve pendiente del rostro de Nerón, pero durante varios días no
                pareció prestar atención alguna a dichos rumores, que iban poco a poco
                llegando hasta ese entorno suyo, siempre al acecho.


                En Roma me susurraron que Galba, el gobernador de la provincia
                tarraconense de Hispania, había sublevado a sus legiones contra Nerón
                con el fin, decía, de «restaurar la gloria y la dignidad de Roma».


                Pensé en la predicción de Josefo ben Matías y empecé a creer que, en
                efecto, y por unos derroteros que desconocía, Vespasiano y Tito
                reinarían algún día sobre el Imperio del mundo.







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