Page 109 - Aldous Huxley
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                  ¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?

                  En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás
                  habían  sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía
                  muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con  el  rostro  vuelto  hacia  otra
                  parte.  De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de
                  romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.


                  El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin -pensó ésta, llena de
                  exultación, al apearse-. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había
                  comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo
                  de  mano.  Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla.
                  Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la
                  nariz,  pensando:  Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard... Y sin
                  embargo...  Cualquier  otro  ya  lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin ... El
                  fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.

                  -Buenas noches -dijo una voz ahogada detrás de ella.


                  Lenina  se  volvió  en  redondo.  El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi,
                  mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras
                  ella se empolvaba, esperando -pero, ¿a qué?-, o vacilando, esforzándose por decidirse, y
                  pensando  todo  el  rato,  pensando...  Lenina no podía imaginar qué clase de extraños
                  pensamientos.

                  -Buenas noches, Lenina -repitió el Salvaje. -Pero, John... Creí que ibas a... Quiero decir
                  que, ¿no vas a ...?

                  El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.


                  Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio
                  la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la
                  boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la
                  distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano
                  de tinieblas.

                  Cinco  minutos  después,  el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el
                  libro  roído  por  los  ratones,  volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y
                  arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres
                  semanas en helicóptero, era un negro.
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