Page 113 - Aldous Huxley
P. 113
113
cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas... bueno, nadie sabía dónde podía
llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal,
juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
-Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso particular de su
sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada treinta segundos, la
manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un
chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba
de vuelta, entre las miserias del espacio y del tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su
trabajo en el Centro de Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La
embriaguez del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por
contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía
muchísimo más pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel Bernard
deshinchado.
-Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís -dijo, cuando Bernard, en tono
quejumbroso, le hubo confiado su fracaso-. ¿Recuerdas la primera vez que hablamos?
Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.
-Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
-Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad falsa,
embustera, que tenéis aquí.
-¡Hombre, me gusta eso! -dijo Bernard con amargura-. ¡Cuando tú tienes la culpa de
todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se revolvieran contra mí.
Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su interior, y hasta en
voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca del poco valor de unos
amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a