Page 117 - Aldous Huxley
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                  amantes. La escena del huerto le había hechizado con su poesía; pero los sentimientos
                  expresados habían provocado sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse
                  de aquella  manera  por el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán
                  soberbia pieza de ingeniería emocional!


                  -Ese viejo escritor -dijo- hace aparecer a nuestros mejores técnicos en propaganda como
                  unos solemnes mentecatos.


                  El  Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó
                  pasablemente bien hasta que, en la última escena del tercer acto, los padres Capuleto
                  empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz habíase mostrado
                  inquieto durante toda la escena; pero cuando, patéticamente interpretada por el Salvaje,
                  Julieta exclamaba:

                  ¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes


                  que lea en el fondo de mi dolor?

                  ¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!


                  Aplaza esta boda por un mes, por una semana,

                  o, si no quieres, prepara el lecho de bodas

                  en el triste mausoleo donde yace Tibaldo...


                  cuando Julieta dijo esto, Helmoltz soltó una explosión de risa irreprimible.

                  ¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse con quien ella
                  no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba unida con otro a quien,
                  por  el  momento  al  menos prefería? En su indecente absurdo, la situación resultaba
                  irresistiblemente cómica. Helmholtz, con un esfuerzo heroico, había logrado  hasta
                  entonces dominar la presión ascendente de su hilaridad; pero la expresión dulce madre
                  (pronunciada en el tembloroso tono de angustia del Salvaje) y la referencia al Tibaldo
                  muerto,  pero  evidentemente  no  incinerado  y desperdiciando su fósforo en un triste
                  mausoleo, fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron
                  por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado, le miraba
                  por encima del libro hasta que, viendo que las  carcajadas  proseguían,  lo  cerró
                  indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la presencia de un
                  cerdo, lo encerró con llave en su cajón.


                  -Y sin embargo -dijo Helmholtz cuando, habiendo recobrado el aliento suficiente para
                  presentar excusas, logró que el Salvaje escuchara sus explicaciones-, sé perfectamente
                  que uno necesita situaciones ridículas y locas como ésta; no se puede escribir realmente
                  bien acerca de nada más. ¿Por qué ese viejo escritor resulta un técnico en propaganda
                  tan maravilloso? Porque tenía santísimas cosas locas, extremadas, acerca de las cuales
                  excitarse. Uno debe poder sentirse herido y trastornado; de lo contrario, no puede pensar
                  frases realmente buenas, penetrantes como los rayos X. Pero...,  ¡padres  y  madres!  -
                  Movió la cabeza-. No podías esperar que pusiera cara sería ante los padres y las madres.
                  ¿Y quién va a apasionarse por si un muchacho consigue a una chica o no la consigue?
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