Page 121 - Aldous Huxley
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                  El timbre sonó, y el Salvaje, que esperaba con impaciencia que Helmholtz fuese a verle
                  aquella  tarde  (porque,  habiendo  decidido  por fin hablarle a Helmholtz de Lenina, no
                  podía aplazar ni un momento más sus confidencias), saltó sobre sus pies y corrió hacia
                  la puerta.


                  -Presentía que eras tú, Helmholtz -gritó, al tiempo que abría.

                  En el umbral, con un vestido de marinera blanco, de  satén  al  acetato,  y  un  gorrito
                  redondo, blanco también, ladeado picaronamente hacia la izquierda, se hallaba Lenina.

                  -¡Ohl -exclamó el Salvaje, como si alguien acabara de asestarle un fuerte porrazo.


                  Medio gramo había bastado para que Lenina olvidara sus temores y su turbación.

                  -Hola, John -dijo, sonriendo.


                  Y entró en el cuarto. Maquinalmente, John cerró la puerta y la siguió. Lenina se sentó.
                  Sobrevino un largo silencio.


                  -Tengo la impresión de que no te alegras mucho de verme, John -dijo Lenina al fin.

                  -¿Que no me alegro?


                  El Salvaje la miró con expresión de reproche; después, súbitamente, cayó de rodillas
                  ante ella y, cogiendo la mano de Lenina, la besó reverentemente.


                  -¿Que no me alegro? ¡Oh, si tú supieras! -susurró; y arriesgándose a levantar los ojos
                  hasta su rostro, prosiguió-: Admirada Lenina, ciertamente la cumbre de lo admirable,
                  digna de lo mejor que hay en el mundo.


                  Lenina le sonrió con almibarada ternura.

                  -¡Oh,  tú,  tan  perfecta  -Lenina  se inclinaba hacia él con los labios entreabiertos-, tan
                  perfecta y sin par fuiste creada -Lenina se acercaba más y más a él- con lo mejor de
                  cada una de las criaturas! -Más cerca todavía.

                  Pero el Salvaje se levantó bruscamente-. Por eso -dijo, hablando sin mirarla-, quisiera
                  hacer algo primero...

                  -Quiero decir, demostrarte que soy digno de ti. Ya sé que no puedo serlo, en realidad.
                  Pero, al menos, demostrarte que no soy completamente indigno. Quisiera hacer algo.


                  -Pero, ¿por qué consideras necesarios ... ? -empezó Lenina.

                  Mas no acabó la frase. En su voz había sonado cierto matiz de irritación. Cuando una
                  mujer se ha inclinado hacia delante, acercándose  más  y  más,  con  los  labios
                  entreabiertos, para encontrarse de pronto, porque un zoquete se pone de pie, inclinada
                  sobre la nada.... bueno, tiene todos los motivos para sentirse molesta, aun con medio
                  gramo de soma en la sangre.
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