Page 126 - Aldous Huxley
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                  El  ruido  de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un
                  disparo de pistola.

                  -¡Oh! -exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.


                  Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus
                  contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del
                  hombro  pudo  ver  la  huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono
                  escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

                  Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para
                  otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se
                  lanza  a  ella,  y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos.
                  Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo
                  se  lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros,
                  aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas  de  los
                  dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso,
                  ardiente,  hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una onza de algalia, buen
                  boticario, para endulzar mi imaginación.


                  -¡John!  -osó  decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño-.
                  ¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen
                  por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro?

                  El cielo se tapa la nariz ante ella ...


                  Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía
                  blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

                  Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra.  El  ritmo  inexorable  seguía
                  martilleando por su cuenta. Impúdica ...

                  -John, ¿no podrías darme mis ropas?


                  El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

                  -¡Abre! -ordenó, pegando un puntapié a la puerta.


                  -No, no quiero.

                  La voz sonaba asustada y desconfiada.


                  -Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

                  -Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.


                  John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra,
                  impúdica zorra... El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata
                  ...
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