Page 130 - Aldous Huxley
P. 130

130






                  Vitamina A, vitamina B, vitamina C,

                  la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.


                  Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a
                  los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato
                  duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el  Almacén  de
                  Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita,
                  cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel
                  hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y
                  de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel
                  Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.

                  El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse
                  rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río
                  interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras
                  mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido -porque entre todos sólo
                  tenían uno- miraba con expresión de perro falderillo,  todo  orificio  de  nariz  y  ojos
                  saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la  boca
                  abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó
                  llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de
                  las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.


                  Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su
                  cama,  mirando  con  la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente
                  enfrentados con lo desconocido.


                  -¡OH, mirad, mirad! -Hablaban en voz muy alta, asustados-. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está
                  tan gorda?


                  Nunca hasta entonces habían visto una cara como la de Linda; nunca habían visto más
                  que  caras  juveniles  y de piel tersa, y cuerpos esbeltos y erguidos. Todos aquellos
                  sexagenarios moribundos tenían el aspecto de jovencitas. A los cuarenta y cuatro años,
                  Linda parecía, por contraste, un monstruo de sensibilidad fláccida y deformada.

                  -¡Es horrible! -susurraban los pequeños espectadores-. ¡Mirad qué dientes!


                  De pronto de debajo de la cama surgió un mellizo de cara de torta, entre la silla de John
                  y la pared, y empezó a mirar de cerca la cara de Linda, sumida en el sueño.

                  -¡Vaya ... ! -empezó.


                  Pero su frase acabó prematuramente en un chillido. El Salvaje lo había agarrado por el
                  cuello, lo había levantado por encima de la silla, y con un buen sopapo en las orejas lo
                  había despedido lejos, aullando.

                  Sus gritos atrajeron a la enfermera jefe, que acudió corriendo.


                  -¿Qué le ha hecho usted? -preguntó, enfurecida-. No permitiré que pegue a los niños.
   125   126   127   128   129   130   131   132   133   134   135