Page 132 - Aldous Huxley
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                  Pero situó aquel rostro real, aquellas manos reales y violentas en un mundo imaginario,
                  entre los equivalentes íntimos y privados del  pachulí  y  la  Super-Wurlitzer,  entre  los
                  recuerdos transfigurados y las sensaciones extrañamente traspuestas que constituían el
                  universo de su sueño. Sabía que era John, su hijo, pero le veía como un intruso en el
                  Malpaís paradisíaco donde ella pasaba sus vacaciones de soma con Popé. John estaba
                  enojado porque ella quería a Popé, la sacudía de aquella manera porque Popé estaba en
                  la cama, con ella, como si en ello hubiese algo malo, como si no hiciera lo mismo todo
                  el mundo civilizado.

                  -Todo el mundo pertenece a...


                  La voz de Linda murió súbitamente, convirtiéndose en un ronquido casi inaudible- la
                  boca se le abrió, y Linda hizo un esfuerzo desesperado para llenar de aire sus pulmones.
                  Pero era como si hubiese olvidado la técnica de la respiración. Intentó gritar y no brotó
                  sonido alguno de sus labios; sólo el terror impreso en sus ojos abiertos revelaba el grado
                  de su sufrimiento. Se llevó las manos a la garganta, y después clavó las uñas en el aire,
                  aquel aire que ya no podía respirar, aquel aire que, para ella, había cesado de existir.


                  El Salvaje se hallaba de pie y se inclinó hacia ella.


                  -¿Qué te pasa, Linda? ¿Qué tienes?

                  Su voz tenía un tono de imploración, como si John pudiera ser tranquilizado.

                  La mirada que Linda le lanzó aparecía cargada de un terror indecible; de terror y, así se
                  lo pareció a él, de reproche. Linda intentó incorporarse en la cama, pero cayó sobre las
                  almohadas. Su rostro se deformó horriblemente y sus labios cobraron un intenso color
                  azul.

                  El Salvaje se volvió y corrió al otro extremo de la sala.

                  -¡De prisa! ¡De prisa! -gritó-. ¡De prisa!


                  De pie en el centro del ruedo de mellizos que jugaban al ratón y al gato, la enfermera
                  jefe se volvió. El primer impulso de asombro cedió  lugar  inmediatamente  a  la
                  desaprobación.

                  -¡No grite! ¡Piense en esos niños! -dijo, frunciendo el ceño-. Podría descondicionarles...
                  Pero ¿qué hace?

                  John había roto el círculo para penetrar en él. -¡Cuidado! -gritó la enfermera.


                  Un niño rompió a llorar.

                  -¡De prisa! ¡Corra! -John cogió a la  enfermera  por  un  brazo,  arrastrándola  consigo-.
                  ¡Corra! Ha ocurrido algo. La he matado.

                  Cuando llegaron al otro extremo de la sala, Linda ya había muerto.
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