Page 128 - Aldous Huxley
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                            CAPITULO XIV






                  El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de
                  azulejos  color  de  prímula.  Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de
                  vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en
                  dirección  a  poniente,  rumbo  al  Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la
                  puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la
                  sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el piso
                  séptimo.


                  Era  una  vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que
                  contenía  una  veintena  de  camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena
                  compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba
                  constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a
                  su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como
                  un grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento
                  automático se variaba el perfume de la sala.


                  -Procuramos -explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta-,
                  procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así  como  un
                  intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que
                  quiero decir?

                  -¿Dónde está Linda? -preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan  corteses
                  explicaciones.

                  La enfermera se mostró ofendida.


                  -Lleva usted mucha prisa -dijo.


                  -¿Cabe alguna esperanza? -preguntó John.

                  -¿De que no muera, quiere decir?

                  -John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay...


                  -Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del  rostro  del  muchacho,  la
                  enfermera se interrumpió-.

                  Bueno, ¿qué le pasa? -preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus
                  visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico-. No se encontrará mal,
                  ¿verdad?


                  John denegó con la cabeza.
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