Page 129 - Aldous Huxley
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                  -Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.

                  La  enfermera  le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente
                  desvió la mirada, sonrojada como una ascua.


                  -Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en
                  tono normal.


                  Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros
                  todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no
                  tenía  tiempo  de  marchitar  las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se
                  volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos
                  seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se
                  estremeció.


                  Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre
                  unas  almohadas,  contemplaba  las semifinales del Campeonato de tenis Riemann
                  Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del
                  aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un
                  lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en
                  un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.

                  Linda contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su  rostro
                  pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando
                  sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un
                  ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de
                  Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz-Wurlitzeriana de Abrázame  hasta
                  drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por
                  encima de su cabeza.  Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba
                  parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y
                  sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.

                  -Bueno, tengo que irme -dijo la enfermera. Está a punto de llegar el grupo de niños.
                  Además, debo atender al número 3. -Y señaló hacia un punto de la sala-. Morirá de un
                  momento a otro. Bueno, está usted en su casa.

                  Y se alejó rápidamente.


                  El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.

                  -Linda -murmuró, acogiéndole una mano.


                  Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la
                  mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la  cabeza  le  cayó
                  hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a
                  través de aquella piel envejecida -y encontrándola-, aquella cara joven, radiante, que se
                  asomaba sobre su niñez, en Malparís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus
                  movimientos, todos los acontecimientos de su vida en  común.  Arre,  estreptococos,  a
                  Bambari-T... ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y
                  misteriosos se le antojaban!
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