Page 124 - Aldous Huxley
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                  -Pero, Lenina... -empezó a protestar John.

                  Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un
                  momento que había comprendido su muda alusión.


                  Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco  y  la  colgó
                  cuidadosamente  del  respaldo  de  una  silla, John empezó a sospechar que se había
                  equivocado.

                  -¡Lenina! -repitió, con aprensión.


                  Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de
                  marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

                  -Lenina, ¿qué haces?


                  ¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados.
                  Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del
                  Archichantre Comunal brillaba en su pecho.


                  Por  esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los
                  hombres ... Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente
                  peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la
                  razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones... Los juramentos más poderosos
                  son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario ...


                  ¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como  una  manzana  limpiamente  partida.
                  Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la
                  sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.


                  Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó
                  a él:

                  -¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!


                  Lenina abrió los brazos.

                  Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió
                  horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un
                  animal intruso y peligroso.


                  Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

                  -¡Cariño!  -dijo  Lenina;  y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él-.
                  Rodéame con tus brazos -le ordenó-. Abrázame hasta drogarme, amor mío. -También
                  ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que  eran  como
                  fórmulas mágicas y batir de tambores-. Bésame. -Lenina cerró los ojos, y dejó que su
                  voz se convirtiera en un murmullo soñoliento-. Bésame hasta que caiga en  coma.
                  Abrázame, amor mío...
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