Page 133 - Aldous Huxley
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                  El  Salvaje  permaneció  un momento en un silencio helado, después cayó de hinojos
                  junto a la cama y, cubriéndose la cara con las manos, sollozó irreprimiblemente.

                  La enfermera permanecía de pie, indecisa, mirando, ora a la figura arrodillada junto a la
                  cama (¡escandalosa exhibición!), ora a los mellizos (¡pobrecillos!) que habían cesado en
                  su juego y miraban boquiabiertos y con los ojos desorbitados aquella escena repugnante
                  que tenía lugar en torno de la cama número 20. ¿Debía hablar a aquel hombre? ¿Debía
                  intentar inculcarle el sentido de la decencia? ¿Debía recordarle dónde se encontraba y el
                  daño que podía causar a aquellos pobres inocentes? ¡Destruir su condicionamiento ante
                  la  muerte  con  aquella  explosión  asquerosa  de dolor, como si la muerte fuese algo
                  horrible, como si alguien pudiera llegar a importar tanto! Ello podía inculcar a aquellos
                  chiquillos ideas desastrosas sobre la muerte, podía trastornarles e inducirles a reaccionar
                  en forma enteramente errónea, horriblemente antisocial.

                  La enfermera, avanzando un paso, tocó a John en el hombro.

                  -¿No puede reportarse? -le dijo en voz baja airada.


                  Pero, mirando a su alrededor, vio que media docena de mellizos se habían levantado ya
                  y se acercaban a ellos. La enfermera salió apresuradamente al paso de sus alumnos en
                  peligro.

                  -Vamos, ¿quién quiere una barrita de chocolate? -preguntó en voz alta y alegre.

                  -¡Yo! -gritó a coro todo el grupo Bokanovsky.


                  La  cama  número  20 había sido olvidada. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío ... ! ,
                  repetía el Salvaje para sí, una y otra vez.

                  En el caos del dolor y remordimiento que llenaban su mente, eran las únicas palabras
                  que lograba articular.

                  -¡Dios mío! -susurró en voz alta-. ¡Dios... -Pero ¿qué dice? -preguntó, muy cerca, una
                  voz clara y aguda, entre los murmullos de la Super-Wulitzer.


                  El Salvaje se sobresaltó violentamente y, descubriendo su rostro, miró a su alrededor.
                  Cinco mellizos caqui, cada uno con una larga barrita de chocolate en la mano derecha,
                  sus cinco rostros idénticos embadurnados de chocolate, formaban círculo a su alrededor,
                  mirándole con ojos saltones y perrunos.

                  Las miradas de los cinco mellizos coincidieron con la de John, y los cinco sonrieron
                  simultáneamente. Uno de ellos señaló la cama con su barrita de chocolate.

                  -¿Está muerta? -preguntó.


                  El Salvaje los miró un momento en silencio. Después,  en  silencio,  se  levantó,  y  en
                  silencio se dirigió lentamente hacia la puerta.


                  -¿Está muerta? -repitió el mellizo curioso, trotando a su lado.
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