Page 111 - Aldous Huxley
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                  -¡Jugarme a mí esta mala pasada! -repetía el Archichantre una y otra vez-. ¡A mí !

                  En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por
                  aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco alguien había echado alcohol por error, por
                  aquel  ser  cuyo  físico  era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían
                  asimismo, y cada vez con voz más fuerte.

                  Sólo  Lenina  no  dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por una insólita
                  melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada de cuantos la rodeaban por una
                  emoción que ellos no compartían.


                  Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa exultación. Dentro de
                  pocos  minutos  -se  había dicho, al entrar en la estancia -lo veré, le hablaré, le diré
                  (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y
                  entonces tal vez él dirá...


                  ¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de Lenina.

                  ¿Por  qué  se  comportó  de  manera tan extraña la otra noche, después del sensorama?
                  ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy
                  segura ...

                  En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría a la fiesta.

                  Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de
                  un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad,
                  de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.

                  -Realmente es un poco fuerte -decía la Maestra Jefe de Eton al director de Crematorios
                  y Recuperación del Fósforo-. Cuando pienso que he llegado a...


                  -Sí -decía la voz de Fanny Crowne-, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a
                  un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones.
                  Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí...


                  -Una pena,  una  pena -decía Henry Foster, compadeciendo al Archichantre Comunal-.
                  Puede que le interese a usted saber que nuestro ex director estaba a punto de trasladarle
                  a Islandia.

                  Atravesado por todo lo que se decía en su  presencia,  el  hinchado  globo  de  la
                  autoconfianza  de  Bernard  perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y
                  desolado, Bernard se agitaba entre sus invitados, tartamudeando excusas incoherentes,
                  asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar
                  un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A, o una copa de sucedáneo de
                  champaña. Los invitados comían, sí, pero le ignoraban; bebían y  lo  trataban
                  bruscamente  o  hablaban  de él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se
                  hallara presente.
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