Page 46 - El camino de Wigan Pier
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demás, lejos del cálido amontonamiento del barrio, hace mucho más frío, y hay que
gastar más combustible. Además están los gastos de transporte, para ir y venir de la
ciudad, especialmente para las personas que trabajan. Éste es uno de los problemas
más evidentes de las nuevas construcciones. Suprimir los barrios viejos implica
dispersar la población. Al construir viviendas nuevas en gran escala, lo que se hace es
descongestionar el centro de la ciudad y situar a la gente en las afueras. Por una parte,
esto está muy bien: se saca a la gente de las fétidas callejuelas y se la traslada a
lugares donde tienen espacio para respirar; pero, desde el punto de vista de la gente,
lo que se ha hecho es cogerles e instalarles a cinco kilómetros de su trabajo. La
solución más simple son los bloques de pisos. Si la gente ha de vivir en ciudades
grandes, habrán de aprender a vivir unos encima de otros. Pero a los trabajadores del
norte no les gustan los pisos. Casi todo el mundo en esas zonas declara que «quiere
una casa para él solo», y, según he observado, les parece más «suya» una casa
encajonada en una larga fila de cien metros de casas contiguas que un piso situado a
los cuatro vientos.
Vuelvo a la segunda de las casas que he mencionado más arriba. El inquilino se
quejaba de que la casa era fría, húmeda, etc. Es posible que la casa fuera
prefabricada, pero es igualmente probable que el hombre exagerase. Él y su familia
habían estado anteriormente en un inmundo caserón del centro de Wigan, que
precisamente no había visitado. Cuando vivía allí, hizo todo lo posible para conseguir
una casa del ayuntamiento, y tan pronto estuvo en ésta comenzó a desear volver a la
de antes. Esto parece simple espíritu de contradicción, pero está perfectamente
justificado. Muchas veces, quizás en la mitad de los casos, observé que la gente que
vive en casas del ayuntamiento no está contenta con ellas. Les alegra haber salido de
la porquería del barrio y saben que es bueno para sus hijos tener espacio para jugar,
pero no se sienten realmente a gusto. Las excepciones suelen ser aquellas familias
cuyo sueldo alcanza para algún gasto suplementario en combustible, muebles y
transportes, y que, en cualquier caso, son gente «educada». Los otros, los típicos
habitantes de los barrios, echan de menos el calor de aquéllos. Se quejan de que «allá
en el campo» (es decir, en las afueras de la ciudad) se mueren de frío. Ciertamente, la
mayoría de las urbanizaciones municipales son desoladas y frías en invierno. Algunas
que yo he visto, encaramadas en laderas de colinas de arcilla, sin árboles, barridas por
el viento helado, deben de ser lugares horribles para vivir. No es que a los habitantes
de los barrios les gusten la suciedad y el amontonamiento, como les agrada creer a los
típicos burgueses. (Véase, por ejemplo, la conversación sobre los barrios pobres de El
canto del cisne, de Galsworthy, donde la clásica idea del rentista, según la cual es la
gente pobre y sucia la que hace los barrios pobres y sucios, y no a la inversa, es
puesta en boca de un filántropo judío). Désele a la gente una casa decente y pronto
aprenderán a tenerla decente. Además, cuando se vive en una casa agradable,
aumenta el sentido de la limpieza y de la propia dignidad, lo cual repercute en la
formación de los niños. En las urbanizaciones municipales hay un ambiente frío, casi
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