Page 47 - El camino de Wigan Pier
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carcelario, y la gente que vive en ellas son perfectamente conscientes de ello.
               Y aquí es donde llegamos a la dificultad central del problema de la vivienda. Al
           recorrer los barrios obreros de Manchester, negros de humo, uno piensa que no hay
           otra  cosa  que  hacer  que  demoler  todo  este  horror  y  construir  en  su  lugar  casas

           decentes. El problema está en que al destruir esos barrios se destruyen también otras
           cosas.  Hay  una  necesidad  acuciante  de  viviendas  y  éstas  no  se  construyen  con  la
           suficiente rapidez; pero, en la medida que se van creando viviendas y se traslada a la
           gente  a  ellas,  la  cosa  se  hace  —quizás  inevitablemente—  de  una  forma

           monstruosamente  inhumana.  No  me  refiero  sólo  al  hecho  de  que  las  casas  sean
           nuevas y feas. Todas las casas han de ser nuevas alguna vez. Y hay que reconocer que
           el tipo de casa que construyen ahora los ayuntamientos no tiene nada de feo. En las
           afueras  de  Liverpool  hay  verdaderos  pueblos  formados  enteramente  por

           urbanizaciones municipales, y su aspecto es muy agradable; los bloques de pisos para
           obreros situados en su centro, construidos, según creo, según el modelo de los pisos
           para obreros de Viena, son edificios francamente bonitos. Pero todo el proceso tiene
           algo de frío e inhumano. Veamos, por ejemplo, las restricciones que imperan en una

           casa  del  ayuntamiento.  No  es  posible  tener  la  casa  y  el  jardín  como  se  quiere;  en
           algunas urbanizaciones existe incluso la obligación de tener el mismo seto en todos
           los jardines. Está prohibido criar aves de corral o palomas. Los mineros de Yorkshire
           son  aficionados  a  criar  palomas;  las  tienen  en  el  patio  trasero  y  los  domingos

           organizan  carreras  entre  ellas.  Pero  las  palomas  son  animales  sucios,  y  el
           ayuntamiento las prohíbe de entrada. Las restricciones en lo referente a las tiendas
           son  más  graves.  El  número  de  tiendas  en  cada  urbanización  está  rigurosamente
           limitado, y se dice que los permisos se conceden preferentemente a las cooperativas y

           a  las  tiendas  que  forman  parte  de  una  cadena.  Esto  puede  no  ser  exacto,  pero,
           ciertamente, éstas son las tiendas que se acostumbra a ver por allá. Esto ya es una
           desventaja para los compradores, pero para el dueño de una tienda independiente es

           un  desastre.  Muchos  pequeños  tenderos  han  ido  a  la  ruina  por  algún  plan  de
           construcción  de  viviendas  que  no  ha  tenido  en  cuenta  su  existencia.  Se  ordena  la
           demolición, en bloque, de toda una zona de la ciudad; las casas son demolidas y sus
           moradores  trasladados  a  una  urbanización  que  dista  varios  kilómetros  de  allí.  Así,
           todos los pequeños tenderos del barrio pierden de golpe toda la clientela sin recibir un

           penique de indemnización. No pueden trasladar sus tiendas a la urbanización, pues,
           aunque pudieran hacer frente a los gastos del traslado y pagar el alquiler más alto, es
           probable  que  no  obtuvieran  el  permiso.  En  cuanto  a  los  bares,  han  sido  casi

           totalmente  desterrados  de  las  urbanizaciones,  y  los  pocos  que  quedan  son  esos
           deprimentes lugares decorados al estilo Tudor, propiedad de las grandes compañías
           cerveceras, muy caros. Para una población de clase media, esto sería una molestia;
           significaría  tener  que  andar  un  kilómetro  para  tomarse  una  cerveza.  Pero  para  un
           vecindario obrero, que utiliza el bar como una especie de club, constituye un serio

           golpe  a  la  vida  comunitaria.  Está  muy  bien  trasladar  a  los  trabajadores  a  casas



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